Anouk


Anouk abrió precipitadamente sus ojos, irritados por el penetrante y escandaloso sonido de la alarma. Al levantarse y mover a penas sus labios sintió un gusto trágico, caliente. Corrió al baño y abrió su boca buscando alguna señal, algún rastro. Escupió reiteradas veces, no obstante no halló ni un solo rastro de sangre. “Sólo debe ser una mala impresión” se aseguró y al tragar el primer sorbo de café ya había olvidado aquél incidente.
                  Llegó a la institución, como siempre en horario, saludó a la gente y pronto se encontró sentada en su lugar conversando y más tarde sólo escuchando. Anotó títulos, fechas, descripciones de larga extensión. Creyó quedarse dormida y también se interesó muchísimo (tanto por el dictamen como por cosas ajenas, pequeños colores aislados que le daban cierta paz). Más tarde, cuando un nuevo chirrido traspasó sus oídos, estrellándose con la misma violencia con la que la ola rompe contra la escollera en el mar, se dirigió con su paso lento al exterior. Sus amigos charlaban de los últimos acontecimientos, aquellas recientes noticias y chimentos que era imprescindible que uno supiera. También hablaban de sentimientos, penas y alegrías, de arte, del futuro. Anouk también hablaba, a veces.
         A la tarde salió a hacer su recorrido de ejercicios. Hacía un día soleado, de aquellos en que especialmente en el lago se refleja su hermosura. Mientras transpiraba, miraba el agua lúcida y los gansos nadar. Al terminar, cuando volvía caminando por la avenida, dirigió su vista a lo que ella consideraba un patrimonio del barrio. En mitad de la vereda, se alzaba imponente un viejo roble. Sus ramas invitaban a los niños a recorrerlo, su antigüedad emanaba recuerdos y sus colores vida, belleza. Con esto y todo, su atención se dirigió a un diminuto pero simpático pájaro que estaba posado en una rama. Lo observó brevemente, y su mirada se apartó casi tan rápido como sintió un atisbo de envidia.
                        Siguió su rumbo hasta su casa. Cenó, realizó sus tareas, se despejó un rato y cuando el cansancio se apoderó completamente de sus párpados fue a acostarse.
     Se levanta el telón. El mundo de los sueños se presenta. El hombre de la máscara la mira. No es un hombre, es un monstruo. No, tampoco, es un oso. No. El hombre de la máscara de oso la mira y sus palabras le tatúan con agujas ardientes la piel. Dice: “Es un tipo de arte caprichoso, grandilocuente, excesivamente recargado” “¡Deforme! ¡Es deforme!” Grita Anouk, que tiene razón pero nadie entendió por qué. Suena el timbre, y corre, huye de aquel antro oscuro. Se dirige al patio pero el sol ya no ilumina, quema. El pasto ya no es verde, es barro marrón y mancha. Y las personas tienen puestas todas antifaces, modulan hablando pero no producen sonido alguno. Cuando cree que puede controlar la situación mira al piso y ve un dedo. Mira su mano y lo reconoce. Trata de arreglarlo pero cuando lo está por hacer se percata de que su brazo ya no está en su lugar tampoco. Grita. Grita fuerte y desesperadamente. Llora y teme que la angustia le corte la garganta o le explote el pecho.  Los antifaces nada ven.
Se escapa, recorre frenéticamente las calles del barrio hasta llegar a su casa. Se sienta en su cama y aprieta su cara contra la almohada.
“Morir es dormir” le dice una voz. Desliza suavemente el objeto y observa enfrente suyo al encantador pajarito. Una mano le arranca una por una sus plumas. Una por una mientras el pájaro chilla. Una por una y la mano se llena de sangre, como las sábanas del plumaje. El pájaro está desnudo y ya no tiene gracia ni felicidad. Entonces, la mano hunde en el pecho del ave su pulgar, traspasándolo. Extrae con sus dedos el corazón del animal, en cuyos ojos de víctima la muerte se proyecta. Se lleva el corazón a la boca, lo mastica y luego lo traga. Anouk alza la vista y ve el rostro, entonces la alarma vuelve a sonar.

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