Crónica de la chica que buscaba un pájaro.

A las seis de la mañana, perdidos entre la vigilia y el sueño, perdidos entre esa línea tan pequeña, tan delgada, tan ínfima, corremos. Corremos perdidos en un atisbo de libertad momentánea, entre aspersores que se agitan con violencia, entre el agua que golpea nuestros rostros, nos baña en risas, el agua. Sumidos en la eternidad del parque, y en los recuerdos de aquello cuya inocencia perdura más allá del tiempo, cuya inocencia evoca en nuestros labios una mueca que significa entendimiento. Extraviados en un popurrí de colores, olores recién nacidos en el alba del día, y frente a la inminente e irremediable muerte nos encontramos, nos abrazamos, nos unimos. Porque somos, y en nuestros cuerpos se refleja, jóvenes y libres, porque tenemos ante el miedo la esperanza, y frente al riesgo soltamos una carcajada porque podemos, porque nuestra ignorancia es más fuerte, y más humana que cualquier prejuicio. Porque confiamos ante todo en nuestra improvisación, que es más real que cualquier respuesta ensayada, que está más colmada de vida que cualquier tipo de perfección, que es espontánea y por eso, por su espontaneidad, es más correcta que cualquier acierto.

Ojos de sol que se abren, y vuelvo a perseguir otra imagen. Esta costumbre tan imbécil de necesitar perderme para encontrarme. Sentarme en la orilla del espectáculo, mirarte con esa mirada soberbia que me sale de a momentos, se me escapa cuando le doy un recreo y corre, corre hasta tu pupila y se pasea por todo pequeño espacio que encuentra, te enmarca los ojos en la cara y pronto se convierten en una sombra en el pensamiento, como un pedazo de realidad que arrastra todo lo que conozco en el final de cada retumbe. No me preguntes, por favor, no me preguntes nada. No hay nada más íntimo que estar callados. Dejame, que esta vez me escurro por tu cuerpo en silencios, en vacíos absolutos llegando a cada recoveco. Sólo un ratito dejame, sólo unos minutos. Te colmo de colores los nervios, te descuajo un poco la paciencia. Dejame aunque sea un ratito que sino se me nubla el epicentro y empiezo a tener ideas destructivas como que no hay tal cosa como el equilibrio, y que cualquier lado es mejor que el norte, y me pierdo de nuevo, me pierdo para encontrarme. Hay algo en tus ojos, hay algo de sol en tus ojos que me quiebra, me deshace, me desconfigura las palabras.

Pero al final la conclusión siempre termina siendo que mis palabras besaron más veces tu cuerpo, que lo que tu cuerpo reposó tus labios sobre mi frente acariciando mi semblante. Ya sé que rompí la tradición, ya sé que rompí el puente. Es que en algún momento, soñar con la punta de la nariz bien arrugada que la oscuridad que nos envolvía no llegaba a atravesarnos, era soñar que la tabla de madera, ventana a ventana, era más que una metáfora. Eso de que el libro se termina, que la última hoja podía caer pero que la historia seguía...esa magia que se acurrucaba en nuestros pechos y nos calentaba a la noche, antes de irse, nos acurrucaba entre sábanas de cuentos y distancias que se esparcían en el tiempo y se perdían en la nada… esa creencia terca de creerte expectante, de creerte siguiendo mis pasos, siguiéndome en este camino de tambaleos y vueltas sin rodeo, de excusas y mucho miedo. De ignorancia y lluvia fresca, lluvia fuerte, lluvia eterna cayendo en nuestros hombros, mojándonos, empapándonos, calándonos.  Esa insistencia de miradas furtivas a la puerta, esa negación tan corrompida, ese escaparate de risa que floreció burlándose de mi ruidosa calle, mi sonoro pensamiento, de mis palabras que te besaban y mi necedad, mi ilusión de que todo en el éxodo se volvería cierto.

Hay un pájaro cantando en la vitrina de mis pensamientos.
Entre ronroneos se le escurre mi pasado,
Entre susurros mi tambaleo,
silencio silencio
tan solo le pido silencio.

Un pedazo que olvidé en algún lugar

11 de septiembre

La imagen se recompone de a poco, de a poco va naciendo del ruido para perderse, para entremezclarse en èl. Y todo aquello que veo, todo aquello que me toca, me traspasa y se envuelve, se esparce y se contrae, finalmente cae. Cae en lo más profundo, donde las palabras se vuelven eco, el eco un burdo retumbe y el retumbe silencio.
Lo más duro de ver,
es el fondo vacío
de lo que se sospecha
sin decirlo

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