Boceteando

11.36 de la mañana de un día miércoles. Un miércoles cualquiera. Colectivo 168. Todos, o desde lo que se puede apreciar con una simple mirada, los asientos ocupados pero nadie en el pasillo. Avanza lentamente, hay un poco de transito, lo suficiente como para que el armatoste móvil se mueva elegantemente. Fondo a la derecha, una señora contra la ventana. Al lado suyo, su hija. Parece que vuelven del jardín. La nena le dice a los gritos algo sobre unas pelotas de colores que tienen que comprar cuando vean a la tía. Grandes y de colores, mamá. El sujeto se ríe. La dulce voz de un infante siempre le alegra y ablanda el corazón. En sus oídos suena una sonata no muy conocida, es una melodía estupenda del italiano Ludovico Einaudi y le sugiere, es decir, a su parecer todo el mundo en el momento en que está éste sonando se acomoda para ir al compás de sus notas. En sus piernas reposa el libro que estaba leyendo, latente y expectante. Mientras se permite emocionarse con la voz infantil que resuena en su espalda se atreve a mirar por las ventanas. La luz baña los edificios, el sol enternecido los empapa de brillo y calor. El sujeto entrecierra los ojos gozando los recuerdos que empiezan a trepar por su pecho al atravesar un puente rojo. No es el mismo puente que atraviesa para ir a visitar a sus queridos, pero le hace acordar tanto a ése que se siente igual de entusiasmado que como cuando va a verlos. Entonces, adelante a la izquierda percibe una mirada que observa al sujeto observador que deja inmediatamente de perderse en el puente para encontrar su mirada con la ajena. Encuentra un señor tan cargado de experiencia que se le espalda la encorva y guarda en ranuritas y pliegues de la piel todo lo que sabe. El señor mira al sujeto con los ojos achicharrados y le hace sentir, mientras aún oye a la niña gritar, que la vida contiene opuestos que no son necesariamente contradictorios y que existen, realmente existen momentos de tranquilidad y alegría plena, donde la vida es absoluta y la muerte se distrae. Al sujeto le caen dos lágrimas de los ojos, y siente por primera vez en su vida que está haciendo lo que realmente quiere. Que tiene un lugar al que pertenece, y que lo lleva consigo a todos lados. Hasta cuando está en el colectivo. Sabe que no va a recordar esto constantemente, pero el sujeto se siente tan feliz en este momento, que casi ni le importa que yo lo escriba. Ser infinito un instante, vale la vida. 

Hablemos del puntito celeste.

Un puntito celeste en una hoja en blanco. Un puntito celeste, leáse bien por favor. No andemos confundiendo las cosas, no una vez más. Estaba el puntito celeste en la hoja en blanco, y yo lo miraba de soslayo, desconfiada. “Aquel punto no me va a engañar” exclamé fuerte, y mi voz retumbó en la hoja. Pero debí dejar de mirarlo, porque la verdad es que su insistencia en engañarme fue un dolor distinto, de esos que no duelen en el cuerpo ni en el alma, pero tampoco te dejan dormir bien a la noche.
Yo si fuera punto, cosa que no soy, y encima celeste, no andaría pretendiendo ser otras cosas. No me pondría sombreros negros y cuadrados, ni caminaría desfilando entre renglones y márgenes. No, y mucho menos insinuaría que esto está en mi naturaleza y mi derecho. Los puntitos celestes tienen aires de grandeza que son insostenibles con el tiempo.
Lo peor de todo, es que no lo puedo borrar. ¡Vaya problema me vino a traer semejante puntito! No te hubiera escrito mirá, y no pasaba nada, no molestabas a nadie, te ahorrabas tener que vivir con vos mismo incluso. Estas cosas de la vida… Encima el desgraciado ahora, se tira al piso y llora. Llora como un bebe porque él, según dice, no quiso dejar de ser punto jamás. Tirado ahí se retuerce de culpa y grita y patalea sin sus patas porque al final es un punto. Debería compadecerme y avisarle esto, a veces pienso. Después me acuerdo que es un tremendo egoísta, que era un punto negro como cualquier otro hasta que decidió escaparse y frotarse sobre mí. “Es un puntito chiquito” dicen todos, que no me enoje, que son cosas que hacen los puntitos. Si él quería ser celeste me lo podía pedir, yo no tengo problema con que la gente se vaya poniendo colores por ahí, pero yo que soy pintura no me gusta sentirme colocada en cualquier cosa, en cualquier lugar y porque sí. A parte, ¡Osar engañarme de semejante forma! “ No, que los sombreros…” “Que sos amorfa…” “Qué poca clase, qué poco estilo”. Así son los puntitos, te miran de arriba a abajo, opinan, critican, todo. Y después van y se frotan sobre vos, pintura, porque no se soportan. Yo tampoco soportaría ser así, pero no andaría quitándole partes de uno a los otros por problemas y caprichos míos.


Quinta Carta al Señor de los Lunares

Creo que este es el único modo que tengo de sacarlo de mi cabeza.
Y voy a hacer las cosas bien; porque para equivocarnos e improvisar somos mejores los dos juntos. “No sé cómo se metió acá dentro” eso le iba a decir el otro día pero me acordé entonces, que yo insistí en que se quedara cuando lo vi atravesar el pasillo. Es mera necedad lo mío y no lo culpo de nada. Quiero que esto quede claro. Sé muy bien que si usted, el Señor de los Lunares me quisiera, u osase demostrarlo, mi interés se desplumaría, no quedaría nada.
No vaya a creer bajo ninguna circunstancia que esto a mí no me parece de lo más injusto. Simplemente esta vez, y sólo por esta vez, como el problema es mío, he decidido que lo mejor es dejar que le parezca injusto a usted.
A veces no puedo con mi desconcierto. ¿Sabe? La cinta empieza a girar y se va componiendo de a peldaños la imagen. Pasito a pasito, y mientras más la imagen se aclara, más se ve como usted me estruja contra su cuerpo, me aferra. No me deja ir, ni escapar, me apresa contra su pecho. Y sus ojos que lagrimean despedidas como si fueran muertes, porque su peor costumbre es odiarlas. Estiro la mano hacia el vacío, queriendo tocarlo. Y vuelvo una vez más a mi cama, vuelvo una vez más a mi encaprichada estrategia, a mi infantil táctica, a mi inexistente renuncia y empedernida negación de su ausencia. ¿Cómo iba yo a entender acaso, que usted podía ser asi? ¿Cómo iba yo a imaginar, que podía llegar a olvidarsele despedirse? No dejé de mirarlo ni un segundo; incluso cuando bajó y se perdió entre la gente, lo seguí buscando hasta que el subte retomó su marcha y me arrancó de aquel lugar, dejándome con una respuesta colgando de la mano. Es la única despedida que hice para usted, y no puedo guardarla para después, ni dársela a nadie más. Tampoco me conforma tirarla. Cómo no sé qué hacer con ella, siempre termino haciendo lo mismo, repitiendo imágenes y sonidos como quién no tiene olvido. A veces, cuando no me quedan ya fuerzas para extrañarlo, recuerdo las cosas sencillas, los detalles. Como cuando estábamos sentados en un banco de noche y nos reíamos fuerte. O los lugares que usted elegía para mirar las estrellas, que siempre estaban plagados de bichos. Pero siempre eran los mejores. Y sólo ahora sé que esa canción que me mostró una vez me derritió el alma, y ya no puedo ni escucharla sin evocar su nombre.
Ya se me va a pasar. Estos días chorreo melancolía. Siempre que me quedo con una despedida colgada me pasa lo mismo. Son muy charlatanas, muy entrometidas. Usan trajecitos y te hacen advertencias, te cuentan chismes. De usted me decían el otro día que se le caía la inocencia como a la gente le sale caspa. Casi la termino tirando, como si pudiera venirme a decir que eso no es natural, que no es necesario. No es que yo me vaya peleando con todas las despedidas que cuelgan por ahí ni nada por el estilo, pero este comentario, debo admitir, me ha afectado más de lo que me hubiese gustado. ¿No saben las despedidas de sentimientos? Me propuse tantísimas veces sentarme y explicarle que si hay algo que me ha dolido de todo esto, y no podré olvidar es como con el tiempo se nos fueron cayendo pedazos de nosotros, nos fuimos perdiendo de sol a sol. Encontré muchas cosas que me gustan de mí, o de usted, pero no puedo, no soporto ver agonizar los rastros, de mí o de usted. Tan confundida me ha dejado todo esto que no sé donde es que yo empiezo, sólo sé que siempre termino en usted. Ahora voy a aprovechar para contarle, ahora mientras la despedida no me presta atención, porque cada vez que lo recuerdo, que lo saco a la luz, se vuelve pegajoso y se deforma en el piso. Se extiende en rollos negros y tapices macabros. El gran problema del comentario, el verdadero problema va más allá de la confusión. Este comentario levanta una imagen en mi mente en la que, inicialmente, aparece el parque al que íbamos de noche. La única diferencia que encuentro con el original, es que este me sabe más extenso. Los teros a veces también están ahí. Al principio no veo muy bien, hay una niebla espesa y fría que lo cubre todo. Entonces, una a una, en filas, se van apilando montículos de cemento. Rupestres y cuadrados. Yo sigo caminando, desfilo entre las ilusiones y los sueños enterrados que ustedes, los que son como el Señor de los Lunares, los que crecen diciendo que es mejor no aferrarse a nada, dejan que se les resbalen por los ojos, la boca y la piel. Es un camino largo y angustiante y sólo recuerdo bien el final, porque es cuando siento la ausencia del abrazo que nunca llega.
Cuando la proyección finaliza, termino con las mismas conclusiones infinitas. Que lo extraño a usted como la ilusión de que hay algo que necesita aferrarse a mí. Y este entendimiento caduca las imagenes y el sonido, termina con mis sueños.
Y despierta y sola de nuevo, en el medio de mi cama, como no puedo sacarlo de mi cabeza comienzo a escribirle cartas, ya que dicen que las palabras cuando caen, curan. Lo hago para que usted viva tranquilo en ellas y me deje dormir, aunque sea, un poquito más.

Cuarta Carta al Señor de los Lunares

Creo que el viento siempre que sopla nos quiere decir algo.
Tengo esa vaga impresión. Los días soleados en su terraza, cuando pasea elegantemente entre los edificios cierro los ojos con fuerza a ver si lo escucho. No suelo tener mucho éxito, pero creo que si usted me ayudara entre los dos podríamos oír mejor. Debe ser que tenemos intereses de otros soles, porque usted nunca parece siquiera notarlo. Entonces el viento deja de soplar, se va, sigue su rumbo y recorre otras terrazas, le habla a otras gentes, refresca otros lunares. Muchas veces cuando me encuentro en una de las cajitas grises a las que voy cada mañana durante cinco días, me acuerdo regularmente de esto y de usted. Nunca le supe explicar bien, pero dentro de estas cajitas tan tediosas me paso horas y horas escuchando a tornillitos y herraduras conversando sobre clavos y puertas que nunca vi y nunca entenderé. Me paso los minutos y los almuerzos esperando el momento de salir de la cajita para encontrarme con usted. Y cuando pasa así el viento por nuestro lado, y no lo comprendo me alegro de aunque sea estar con usted, en esta burbuja que tanto nos gastamos en inflar. A veces, no obstante, cuando lo miro y contemplo el parecido que existe entre su pupila acuosa y nuestro mundo, logro comprender la fragilidad de nuestros sueños, lo efímera que puede ser una melodía y temo. Me da la sensación de que la vida es eso, un instante del que colgamos. Y que si no llego a correr todo el tramo… si no llego a exprimir todo el jugo…Estos pensamientos siempre me pusieron en una posición inconstante, transformando rincones de mí, que nunca termino de reconocer como propios. Me vuelven frenética, mi risa se oye estrafalaria y los colchones de hojas nunca me impiden caer al suelo. A lo que voy con todo esto, Señor de los Lunares, es que nunca voy a saber cuánto tiempo lo miraré y usted devolverá la mirada, y esto por más simplón que suene, me aterra hasta la hiel. Mientras se va a buscar un abrigo, porque nunca deja que el viento lo abrace y tiene la costumbre de sentir mucho el frío, yo siento como ese pequeño humo anaranjado empieza a lanzar chispas y me succiona el pecho. Me recuerda a la claustrofobia, esa sensación desesperada de la que usted se ríe tanto. Sobre todo cuando le expliqué que el cuerpo me rememoraba a un cuarto de paredes blancas, injusto cual sentencia sin juicio que nos condena a vivir en un envoltorio no electo y mortal. Yo miro cómo centellea su risa que es tan larga y eterna, y me pregunto ¿Acaso usted no siente el desgarro interior de vivir a cuestas de saber que la única ausencia es la propia, que el problema no es el tiempo, ni las cosas, ni las personas? Este pensamiento abre una canilla en mi mente que gotea y empapa mi paciencia. Gota a gota, estropeándola. La simple posibilidad de que en un abrir y cerrar de ojos todo podría terminarse, sin vuelta atrás, es inminente. Y tenemos que vivir sabiendo que no podemos hacer nada al respecto. A lo sumo preguntándonos si acaso tenemos un destino, un tiempo pautado de existencia. A veces, resignándonos a que quizás sea mera casualidad. ¿Usted acaso no lo siente también, Señor? El cosquilleo incesante, ese que nos corta la respiración, nos ahoga y nos angustia las miradas… Cuando vuelve a subir la escalera, ya con su abrigo puesto, y se recuesta sobre mis piernas me dedico a desarmarle los rulos, que siempre me vencen, siempre vuelven a su lugar. Uno a uno, una y otra vez.  Es algo que hago ya casi automáticamente, y he llegado a creer que si usted se va, extrañaré sobre todas las cosas, este tipo de detalles. Detesto estas ideas, siempre me azulean el día. Al fin y al cabo peor que la soledad es el miedo a ella misma. Ese miedo que nos cala en la piel cual barro y nos nubla la salida. Que nos atropella con preguntas del estilo de “¿Cuál es el sentido de tu existencia?” o aún peor  “¿Cuál es la validez de tu existencia?”. Estas preguntas saltan alrededor de nuestra mente, inquietas y descontroladas. Nos van pinchando con alfileres pedacitos de nuestro inconsciente, nos plantan dudas. Nos hacen preguntarnos si alguna vez seremos suficientes para alguien, si alguna vez alguien nos elegirá. Nos llenan de ideas que no nos cubren en absoluto, que nos distraen de la verdadera pregunta. No nos dejan aceptar nuestra condición desértica, no permanecen en silencio nunca.
Vuelve, siempre vuelve a destruir mi trabajo sobre sus rulos, a mojar sus lunares, a despertarme de mis pensamientos...el murmullo del viento se escurre una vez más entre nosotros y esta vez creo oírlo gritar...
“¿Cuándo seremos suficientes para nosotros mismos?”

Tercera Carta al Señor de los Lunares

Creo que al tiempo le gusta reírse de nosotros.
El otro día estando con usted fue que descubrí que el punto exacto donde se produce aquel entendimiento se reduce a una mirada.  Estaba muy concentrada en su nariz, porque había descubierto una peca, que se me antojó en aquel instante que era como un lunar pero más chiquito. Y yo estaba observándola, como quien descubre algo maravilloso por primera vez, cuando me di cuenta de su metáfora escondida. Su peca, señor de los lunares,  anda vestida con el traje marino y desgastado que más le gusta al Señor Tiempo.
No se lo dije en aquel momento. ¡Es que usted se escandaliza tan rápido! Aquello puede ser resultado de mis pequeñas bromas, me hago cargo de que no siempre las entienda.  Si me deja confesarle, a veces ni yo sé qué tanto hablo en chiste y qué tanto en serio. Sólo sé que sus ojos parecen desbordarse de sus esferas contenedoras y a mí me causa una gracia deliciosa. Así fue, y no de otra forma que comprendí que pertenecemos a dos mundos completamente diferentes. Que nos separa un abismo. Que estamos realmente solos.
Y cuando hablo de mundos, no hablo de lunas, ni de temporadas, ni de relojes. Hablo de nuestras conversaciones sobre los sueños, por ejemplo. Le dibujo la silueta de una niña pequeña, que viste flores en los pies y aire en el cabello. ¿Puede usted imaginársela durmiendo? No me pida que la despierte. Querrá correr a los brazos de la mujer larga, querrá llorar en las piernas del hombre alto, y no va a poder. Entre la oscuridad de sábanas viejas se va a tener que acostumbrar a su pequeño universo, como hacemos todos.
Su peca, vestida del Señor Tiempo, o el Señor Tiempo escondido en su peca, están ahora en el teatro. Las filas están vacías, el matiz rojo de la almohadilla es casi lúgubre y se mezcla en el silencio del espacio. Y ahí está la peca del tiempo; observando. Cuando se abre el telón aparece la niña, con un vestido blanco espuma hasta las flores de los pies y el cabello de aire que le cae ondulado por los hombros chiquitos. Con sus manitos se abre el pecho y luces de todos los colores estallan en el anfiteatro, gritan, vuelan, explotan infinitas veces y se reproducen formando un espectáculo único, irrepetible. El tiempo de la peca se emociona, vemos como agacha la cabeza y no sabemos si se seca una lágrima.
Todo esto veo yo en el reflejo de su mirada, mientras usted mira el techo. En ese momento entiendo que si abriésemos nuestro pecho a otros mundos podríamos destruirlos. Si la niña le hiciera eso a la mujer larga y al hombre alto ¿Usted se lo puede imaginar? Sería una catástrofe.
Me río, y sin querer usted se da vuelta a mirarme con la interrogante colgando en su gesto. Se me ocurrió que es un poco imprevisible que ellos, conscientes de su magnitud física, le quieran ocultar la crueldad del pecho del mundo que conocen, a la niña.
No le respondo, no le explico nada. Porque enseguida me entristece pensar que ella terminará fingiendo un mediocre papel en un escenario desierto, donde ni ella cree su actuación, ni donde nadie está invitado a verla; porque ella también querrá ocultarle la crueldad del pecho de mundo de ahora a ellos.
Me doy vuelta, dándole la espalda, cuando entiendo que es el escenario que miramos y repetimos siempre. Lo dejo de mirar porque ahora entiendo que todos necesitamos, aunque sea frágil, aunque sea pequeño, un consuelo que nos esperance un poco.

 Después lo abrazo. Porque el tiempo se ríe tan fuerte que asusta.

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