“El tiempo entre nosotros es escaso” me dijo, pero su voz no parecía anunciar un dictamen de clausura, como sentí cuando dibujaba (en las letras) las líneas, sino que parecía hablar del hueco que hay entre nuestros cuerpos. Se deslizaba en esa ambigüedad y caía el cuerpo de Olivia golpeando los espacios, retumbando en silencios que yo me resigné a observar.

Sus piernas son largas como escaleras a la terraza. Yo subiría por ellas con un mate y una almohada mientras Olivia se desdobla y se acurruca, crece y se fricciona al lado mío, en el techo, en la terraza. Yo subiría despacio por sus piernas y después miraría como se las enrolla contra el pecho, como se huye en sus piernas tan largas que tan solo tienen miedos como kilómetros enteros y no Olivia, no. Si hay algo que no es escaso entre nosotros es el tiempo, si ni vos ni tus pies alcanzan a alcanzarme al lado tuyo que estaría estando demasiado lejos. Kilómetros y kilómetros de escaleras tan largas sólo para verte desdoblada, para que te des-do-bles sobre mi cuerpo te desdobles y te extiendas. Entre la terraza y la línea. Te me aparezcas. Por fin, donde más quieras. En el renglón. En la almohada. O en el mate.


Te estuve esperando frente a la vidriera, mirando los títulos y las dimensiones del tiempo que dejan las rayitas, las puntas dobladas. Había caminado por las calles anchas, de teatros y gentes yendo, viniendo, volviendo. En cambio en tu calle pasan personas de a una, el empedrado golpea las ruedas de los autos, el compás se extiende como un eco sordo en el día nublado. Una señora se paró al lado mío, tenía zapatillas rojas. Me bajé del escalón porque no podía ver bien aunque no estaba mirando nada. En ese momento me di cuenta que estaba ahí adentro y los estantes temblaron o se rieron, y un nombre que conozco en ellos, se compadeció y me guiñó un ojo. Supe que me iba a quedar a esperarte casi al mismo tiempo que la señora se fue a buscar otros vidrios. Me paré frente a la reja verde y miré a través de la puerta, buscándolo en vano, revolviendo la humedad con las pestañas. Me convencí más. Creí sentirlo antes pero en ese momento tuve la certeza infalible de que antes había estado equivocada. La cerámica es tan blanca en algunos lugares que aunque esté manchada no funciona. Las lámparas que no conocen los ácaros no sirven. Me alejé unos pasos para ver el cartel colgando desde lo alto, las letras flotaban en él incompletas. Estaban bien por separado, en sus contornos, el recorte era bueno, pero había una parte en ellas que se quería unir y terminaban siendo tan sólo la extensión de ese fracaso. Vi una luz amarilla en el fondo y pensé en llamar. Me pareció cómica la idea de que un lugar tuviera número, entre ajena y ridícula, porque si llamara y me atendiera un libro quizás llamaría. Y también eso de que pusieras a De las casas al lado de un libro de autoayuda, a Los Pichiciegos asomándose entre un libro de cocina. Como si tus manos fueran tan chiquitas que quieren agarrar a la mayor cantidad de gente literariamente posible. Me acerqué nuevamente pero no escuché el teléfono sonando. Capaz que ya no venís más y llegué tarde a esperarte. El salón era muy oscuro y los libros se caían en las sombras, me angustió la idea de saber casi con certeza que estaba ahí adentro y que si vos no venías iba a estar ahí siempre. Me esperanzó un dibujo con tiza en la puerta del fondo, no sé si era o no pero parecía una rayuela y yo había caminado tanto, y estaba llegando tan tarde ya que cuánto podía importar, ahora que había doblado en otra esquina, ahora que estaba a tan solo dos cuadras, ahora que te esperaba y vos no sabías y yo sí que lo que busco está ahí adentro.

Seguidores