Hay algo que se calma con el abrazo.
Como si dentro nuestro se estuviesen agitando inquietudes y
formas, colores y angustias, que decantan en esa simple acción, en un ínfimo
gesto. Como si hubiese algo que nos puede contener. Una tendencia inconsciente
a creer que el océano se estanca y la corriente no te traga.
Hay algo en el abrazo que se rompe.
Que se pierde en el laberinto de nuestra memoria biológica,
no sabemos si plantando recuerdos o quizás pistas, quizás huellas. Se
desarticula todo lo concebido, todo lo cognoscible. Nos moja, nos empapa la
razón. Nos llueve las ideas, frustrando cualquier atisbo de solidez, de
resistencia. Nos revuelve lo vulnerable, nos deja a flor de piel.
Hay algo insatisfecho en el abrazo.
Dos cuerpos subjetivos chocando, una nube muy gris, muy
densa en el cielo. Se nos aparece como un espejo que sólo sabe ser molesto. No
nos permite tocar la imagen, ni pasar de mundo, ni alcanzar lo visto, ni besar
lo deseado. Nos deja con la serpiente en la punta de la palabra, nos deja con
el veneno en el centro de la idea. La nube que se esparce y nos nubla el
panorama, una lámina superficial que nos confunde. ¡Cómo hablar de lo que
queremos ser, si todavía no somos, nunca fuimos!
Hay algo de reconciliación en el abrazo.
Como si lo que soy, y lo que vos querés de mí se entrelazara
en pacífica unión, y el abismo, el vértigo del abismo de sabernos absolutamente
solos, esa intimidad con lo más crudo se disipara. Entonces, no importaría qué es cuento, qué es amor, qué
es deseo, qué es miedo, dónde está el límite, dónde se termina el silencio.