Caminé lentamente hacia él. Mis pasos retumbaban en el piso,
no sé si por la fuerza que transmitía mi furia por los pies, o por su
nerviosismo que se escapaba frenético a través de su cuerpo. Me paré en seco.
Lo miré. Ahí, tan patético y ridículo. Los ojos vendados y la boca amordazada.
Me puse detrás suyo, y le solté la venda de la boca. Sus labios temblaban de
miedo. Lo besé casi con dulzura, una dulzura fingida y sé que todo esto solo lo
perturbó más. Lo sentía y porque bien sé de juegos de la mente, y sé que su
tablero estaba a punto de explotar de agonía. También sé que quiso hablar pero
no pudo. En orden con su ausencia de palabras contribuí con las mías,
susurrando en su oído “Esto es totalmente necesario”. Desnudo. Estaba desnudo,
frágil, expuesto. Sobre todo eso, expuesto. Al frío, a la crueldad, pero sobre
todo a mí y a mi deseo. Entonces agarré la navaja y le corte, apenas, los
labios. La sangre brotó al instante, derramándose por su pera y cayendo por su
cuerpo. Empecé a gritar, y mis gritos se transformaron en alaridos, como una
tormenta. En medio de la penumbra divisé otra silla y la revoleé con furia
hacia la pared. Se hizo trizas. Él estaba cada vez más asustado y yo cada vez
gritaba con más enojo. Pateé la mesa cerca de él y me acerqué precipitadamente
a su lado. Lloraba. Estaba angustiado. Tomé su rostro con una mano y lo observé
delicadamente. Comencé a agitarlo con violencia, sin represión alguna. Me senté
encima de sus piernas, con las piernas cruzadas. Le provoqué heridas en los
costados del cuello con la navaja que había utilizado anteriormente, mientras
él exhalaba gemidos de dolor. “Lo quiero todo de vuelta, y más vale que me lo
devuelvas ya”.
Le dije eso igual. Aunque sabía que no se podía. Se lo dije
porque soy buena y quiero que vean que oportunidad tuvo. Pero él no me podía
dar lo que estaba adentro suyo.
Así que le abrí el pecho. Mojé mis manos con su sangre y se
la esparcí en el pelo, hasta dejarlo completamente húmedo. Y sólo porque era
completamente necesario en ese momento, y porque todavía estaba vivo le retiré
la venda de los ojos. Le pedí que me mire pero no quería hacerlo. Entonces le
sujeté la cara y lo obligué. Lo vi llorar, por primera vez. Lo vi humillado y
arrepentido.
Y si bien supe que por fin me había entendido, como yo ya
les dije, soy buena. Y no lo dejé seguir viviendo con tal sufrimiento.
Me pinté con su sangre la cara, así como hacían antes los
indios. “Ya no te amo” le dije. Lento. Y me empecé a reír, mucho. Muchísimo,
tan alto que tapaba sus espasmos.
Me di media vuelta y cerré la puerta. Apagué todas las luces. Dejé que
la hemorragia terminara mi trabajo
Consigna: Escribir un cuento sangriento