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A Martínez le gustaba mucho ponerse sus zapatos azules y salir a caminar por avenidas grandes. No se sabía atar muy bien los cordones así que se vivía tropezando pero eso no parecía importarle demasiado, él todas las mañanas salía con su mochila sin falta a recorrer aquellas calles angostas que le ofrecía la ciudad.
Muchas veces con frío y abrigado hasta la médula, con una bufanda que le cubría no solo el cuello sino, la mitad de la cara. Muchas veces con calor, dejando charquitos de agua en cualquier lado donde se posase. Les iba a mentir, porque es más fácil (nada personal), diciéndoles que siempre iba contento. Qué se yo, era un persona, lo que sí pasaba y era raro es que, dentro de todo, le gustaba lo que hacía. Bastante.
A la mañana temprano, porque siempre le gustó madrugar, ponía en su mochila un cuaderno y un lápiz. La mayoría de las veces iba a su avenida favorita que era la segunda más ancha pero la más repleta de gente. Las personas pasaban y él las observaba, había quienes iban apurados, a velocidades exageradas, esquivando y chocándose con los otros. Había quienes iban lento, perdidos en el paisaje, o en sus pensamientos, chocándose con otros, también. Y había quienes le llamaban particularmente la atención, por algún gesto, algún detalle. Entonces él se acercaba y les pedía que le hicieran un dibujo. Casi siempre se hacía amigos. Definitivamente era un tipo raro. Más que nada por lo de levantarse temprano ¿Qué necesidad?
Un día salió llorando de su casa y se sentó en la vereda a descansar cuando se le acercó un amigo. Lo que más le gustaba de él es que tenía muchos resortes en la cabeza, muchísimos, y cuando sonreía se le arrugaba la nariz. Su amigo se sentó y le preguntó qué le pasaba, Martinez le contó sobre cómo le habían comprado zapatos negros y querían que se los ponga. Zapatos negros, una cosa de no creer, cómo si él pudiese aprender a cerrar el pecho. Le contó a su acompañante que por aquellos prados abundaban las personas que como él pedían cosas. Pero la mayoría querían papeles ya pintados, nada personal y esto era muy triste porque nunca tenían realmente nada. Todos tenían zapatos negros, o zapatos de colores desteñidos (que era un poco mejor pero igual). Martinez se negaba rotundamente, pero todos insistían en que tarde o temprano se debería sacar sus zapatos azules, así que por favor no hiciera tanto berrinche.

- Además - le dijo clavándole su certeza en los ojos - quizás un día me veas con zapatos negros. Pero ya no seré yo.

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Me la veía venir. Pero ¿viste que siempre es mejor cuando te la ves venir que cuando viene efectivamente? Por más de que sea obvio, y por eso la ves mientras viene, es siempre mejor dejar el espacio de la duda, “capaz dobla” “quizás no es ella”, pero cuando vino y está ahí, te tenés que hacer cargo. Es un poco ese el problema, más que nada digo. Y yo venía como triste, como esperando que pasara, con la cabeza gacha y estaba mal pero podía estar bien, de a ratos me olvidaba, de a ratos me dejaba de importar, de a ratos, incluso, te pateaba bien lejos y era como si no existieras.

Después me partí. En dos, en tres, en cuatro, no estoy segura de cuántos pedazos quedaron. Y justo estaba en mi cama, que casualidad. Sino, me hubiese desparramado por todo el piso y que sé yo, capaz era mejor. Estoy desarmada mirando el techo, no me puedo parar, no te puedo buscar, no puedo llamar… te ni a vos ni a nadie. Quizás eso me angustia más que nada, no saber cuánto tiempo voy a estar así, si alguien se enterará….

Lo bueno es que tengo los colores, aunque sea los míos. Por todo el cuerpo resonando. Eso me puso feliz recién, hasta que pensé “si depende de que se acuerde que estoy acá, estoy al horno” yo creo que ya viniste, pero no me viste. Escuché un ruido en la cocina, y vos que sos tan largo, es como que no medís el espacio entre tu cuerpo y las cosas, te chocas todo va. Pudo haber sido cualquiera, pero yo creo que fuiste vos por esto que te digo, que tenés una manera particular de entrar, siempre. Y yo estaba ahí, yo sigo ahí, así echada, no sé si valía la pena girarme. Casi siempre te grito, o te gritaba, pero no escuchás. No sé qué haces. Nunca captas todo lo que está por detrás de las palabras y así es un poco aburrido, como monótono, incluso insulso. Insisto, el problema no sos vos, sino lo que vi que estaba viniendo.

Y vino.

Y qué flor de bronca. Me pesa todo el cuerpo, te juro. Así, partido, desencontrado, con colores. Como un microclima propio, como si la humedad de Buenos Aires descansara en todo mi ser. Cada atisbo de rearmarme, de reencontrarme, de recomenzar se ve frustrado por lo que vino. Su imagen se alza entre una humareda, me mira toda aterciopelada y me niega, me rechaza, algo que no existe me rechaza. Por eso me rompo. Por eso tiene el poder de dejarme inmutada sobre el lecho, porque la ficción es un poco eso, una mentira condensada, o quizás solo otra forma de tocarse. El asunto es que termina siendo mucho más real que nosotros, que lo que pasó,  y yo no entiendo qué es esto que siento y por qué me rompo, me rompes y me rompe. Pero la que vi venir la sigo viendo en todas partes.

Nunca cesa de llegar.

-


“Te perdiste, negra”

Eso te quería decir y no pude. No pude decírtelo de ninguna manera y vos no vas a ser tan descarada de decirme que no lo intenté. Mirá que me podés decir muchas cosas, pero no podés negar el agua que caía rociándote siempre que me ponía a lavar los platos, ni mis persecuciones sigilosas a tus caminatas imprevistas,  y mucho menos me vas a decir que no funcionó lo de abrazarte fuerte, con mi cabeza pegada a tu pelo, buscándote en el laberinto inmenso de los sueños.

En vez de eso te dije “adiós negrita” y me subí al tren con la promesa implícita de volver como siempre, con la rutina y la tarde. El problema es que te angustias demasiado che, y yo me vivo haciendo cargo. ¿O te pensas que a mí no me pesaba la mentira en los labios? Y te besé igual. Te pensaras a lo sumo, seguramente, que no me doy cuenta que hace rato que no estás y eso me enerva. Me enerva saberte triste y pensante, con la mirada perdida, en tu silla allá a lo lejos. No te puedo ver y ya te adivino el hilo mental que vas tejiendo. Te veo los enojos desbordando por los costados de las palabras, te veo tan ensimismada en esa certeza de abandono, y veo como me señalas con la mirada, aclamándome culpable. De esto, de lo otro, de todo. Tenía tanta bronca cuando me di cuenta que no te iba a importar, que vos preferías seguir jugando a esos juegos astutos y macabros, que sólo vos entendés y que a mí me dejan tambaleándome sin entender dónde estás y qué gana el que gana y qué es lo que perdemos al final.

Le conté a Mario, y vos sabés cómo es él, no entiende mucho y el boludo se pensaba que jugábamos a las escondidas y que vos te habías perdido o que yo no sabía buscarte y no, no Mario, no es así o tan así. Mal que mal un poco de razón tiene el pobre. Pero yo estaba con él ahí en el bar cuando le empecé a contar y al principio todo bien, pero después llegaron dos o tres más, los de siempre. Y viste que la cosa es así, que decís una más y me voy y después cuando te paras para irte te tenés que volver a sentar rápido porque de repente al mundo se le dio por moverse y los círculos te enredan, te terminan atando a la silla y a seguir hablando y tomando. No entendieron nada, creo, tampoco se van a acordar. No pasan ni cinco minutos y me acuerdo y te veo ahí de nuevo, compungida, con los ojos turbios y la nariz colorada. Siempre se te pone la nariz colorada cuando lloras y no es que me guste pero un poco de gracia me causa, das algo así como ternura. Hasta que hablas y te pones a explicar las cosas, y echarme la culpa y volverte tomate, hasta antes de la verborragia te abrazaría, siempre.

Lo peor es que seguro que ya te enteraste, lo de los chicos, y te pensás cualquier cosa. Te hacés la víctima como si la primera en irse no hubieses sido vos, te hacés la víctima y eso que tu forma de irte fue mucho más cruel. Mirá que yo también me quedé esperando que volvieras y ahora  estoy acá mirando la pared y también me angustio che, y eso que a mí no me gusta nada.  

Lo que quería decirte con lo del bar es que yo ya lo sabía cuando me subí al tren negrita, pero ahí me terminé de dar cuenta. Es que al final siempre estamos solos negra, y yo no puedo conmigo, mirá si voy a poder con vos y tu angustia. En otro momento quizás me hubiese tomado el tren para salir a buscarte, es decir, que capaz nos lo tomábamos juntos y entre mate y mate, con el pasto y el sol, uno nunca sabe.

-

Me olvidé las botas por no olvidarme la cabeza, no más. Las dejé ahí debajo de la mesa, frías y oscuras, sobre la viruta del suelo. No creo que me las hayan robado, porque son muy feas. Tienen manchas negras y son de un color gris azulado. Lo que me da pena del asunto es que me deja indefensa contra una violadora empedernida, una terrorista del tiempo y el estado, que arremete contra uno con furia y desdén buscando absurdamente así sanar de alguna forma su angustia.
Mis botas eran mi espada de goma contra el capricho vil de un mundo egoísta que insiste en ahogar nuestros más grandes impulsos y mojándonos la vereda del camino pretende que nos deslicemos sin gracia, que nos tropecemos sin elegancia. Como diciendo “¡Mirá, mirá como te impongo, cómo me cago en vos!“. No se contiene y  se desborda sobre nosotros, la lluvia, desborda y nos empapa hasta dejarnos sin la más mínima voluntad o deseo.
Salí con ellas, con mis fieles compatriotas, hacia lo incierto de la noche húmeda. Pronto llegué allí donde se mimetizaban en lo oscuro del paisaje  del cual emergían caras. Caras saltonas con ojos negros rebosando el envase, caras largas y compungidas que me miraban sin rostro y se besaban contra una pared gris, delante de un foco que las alumbraba cual misil dorado. No me fallaron siquiera cuando me arrebaté. Tuve que salir corriendo inmediatamente, sin siquiera meditarlo un segundo. Los cerrojos de las puertas se presentaban demasiado sospechosos y tan pronto como me percaté, es decir, tan pronto como vi asomarse un ojo tras ellos, huí.  
Me dispuse a correr aceleradamente por las calles, sin demasiada certeza sobre mi rumbo, pero sabiendo que debía alejarme de los ojos punzantes cuanto antes. Debía negarlos a toda costa y lo sentía y me lo pedían mis botas. Así que corrí y corrí y finalmente llegué a una puerta destartalada, una puerta vieja y blanca de chapa. Una puerta que conocía.
Cuando me senté en la mesa fue que me saqué las botas. Naturalmente adentro no llovía y apenas se me humedecían los labios a causa de aquello que estaba bebiendo. Entonces te sentaste a mi lado y yo me vi obligada por una insistencia que me venía como de otro lado, más profundo, más fuerte, a pedirte una y otra vez que bailaras conmigo. Vos me decías que no, que estaba descalza y que era ridículo. “Yo creo que no hay cosa más ridícula que volar con los pies atados, con los pies limpios” y tu sonrisa asomándose te arrancó los labios, te arrancó la silla y nosotros arrancamos a girar, enganchando vuelta y canción, inmersos y emergiendo de la letra al paso. Nunca fui buena contando, y tampoco mucho importa si fueron dos, tres o un millón de tangos cuando hay cosas que nos dan la sensación de ser eternas.
Ahí me fui. O nos fuimos, tampoco me acuerdo. Sólo me quedó aquella sensación de que seguía bailando con vos, o con otro, pero lejos y sobretodo conmigo. Como si el baile, el abrazo del baile se cerrara en mí.
Yo no te pido quizás que me entiendas o que te importe, percibo el vasto universo de ideas e incomprensiones que como abismos entre nosotros se tejen. Pero si el afuera amenaza como esta noche tensada, mínimamente como consuelo,

                                                                             devolveme las botas.

-

Yo creo que en el mundo hay algo así como colores de mierda y decisiones absurdas, nada más. Hay colores de mierda que básicamente se pueden reducir en: momentos del día, sensaciones, expresiones y gestos, vocabularios.

Luego están las decisiones absurdas, como las que puede tomar un carpintero, cuando se despierta con la aurora  del día y un poco adormecido, con la tristeza de un sueño que no recuerda aún colgando de sus pestañas, se dispone a comenzar el día.
Hay muchas cosas que podría realizar el carpintero. Entre ellas están las que le salen bien, las que realiza habitualmente y las que no cambian nada. ¿Pero qué pasa? Pasa que afuera llueve y hay algo que él no recuerda, pero sabe que pasó. Entonces siente más que nunca los colores de mierda, los siente plasmados en cada pensamiento y con una repetición abrumadora se le presentan y representan en cada oración y en cada intento de huir y aislarse de ellos. Se le presentan cuando lava los platos, cuando lo llama la tía, y cuando mira al patio.
Se decide finalmente a escapar. No tiene más ganas de estar atado a su silla, a su trabajo, a su rutina, en ese día color mierda. Así que se para, agarra las llaves con cuidado, es decir, sin hacer mucho ruido como para no enterarse de la verdad inminente de que va a terminar regresando y sale. Sale a la calle, se moja, se empapa, canta canciones bobas con melodías pegajosas, se ríe para irremediablemente, como se venía anunciando desde un principio, quebrarse en el medio de una sensación.
Camina el carpintero llorando, y llora por todas las penas del mundo, habidas y por haber. Llora primero que nada, como poniendo una excusa, por Margarita. Margarita es esa mina que cada vez que él iba a la tienda le sonreía, le charlaba con la mirada. Él estaba fascinado con las promesas que recitaban esos ojos encantadores, que lo hacían caminar en colchones de nubes. Fue una caída en picada su rechazo, para qué mentir. Pero igual ¿Qué importa Margarita? Si total su nombre no es más que una flor de dos colores de mierda.
No obstante, no se detuvo ahí. Él sabía muy bien que no lloraba, o que ya no lloraba más por eso. No le importaba realmente lo tangible que era el dolor de recordarla y mirarla en la nebulosa mental y saber que no lo quería. Ella era una excusa, ella no importaba. Lo que importaba era estar ahí tan sólo, en la lluvia perdido. Caminando hacia quién sabe qué lugar, hacia quién sabe qué dirección, y saber ante todo que Margarita no lo esperaba, ni Margarita ni nadie, va.
Entonces, y solo entonces se puso a buscarse. Y se buscó por todos los costados del terreno, se fijó de no estar enredado en algún pedazo de arbusto, o perdido entre el lodo de la tierra. Pronto le entró la idea de que si él estaba por alguna de esas partes ya se habría ahogado con tanta lluvia. Dejó de buscar y siguió llorando, y esta vez lloró por todo, lloró por la injusticia de la vida que lo había condenado a aguantar cosas que él no quería ni saber. Lloró por sus padres y su triste destino. Lloró por los amigos que nunca había vuelto a ver. Lloró por la crueldad del mundo.  Lloró porque no se sentía ni con derecho a estar llorando sabiendo que hay gente que está peor que uno, y lloró por las dudas, porque sabía que había algo de lo que se olvidaba. Al final terminó llorando sólo para no sentirse tan desentonado con la lluvia, que insistía en llorar más fuerte y mejor que él.
Sólo al llegar al río comprendió que el problema era que las personas no tomaban suficientes decisiones absurdas. Y llorando Margaritas, bailando angustias, terminó por construir un mensaje, que tenía un color de mierda, pero era más puente que nadie.

Ten cuidado,
ten mucho cuidado,
ya que pronto llegará el rocío
que bañará y limpiará
las intenciones,
un agua virgen que emanará de un cuerpo
cualquiera.
De todos los cuerpos.
Tiembla,
tiembla todo lo que tengas que temblar
para que cuando en la aurora de los tiempos,
todos los opuestos se fundan,
todas las desigualdades se desintegren,
todos los pechos se abran,
extasiado el cuerpo reprimido,
alce glorioso el alba en el día.

Ten cuidado,
ten mucho cuidado,
entre las calles hemos ido perdiendo,
abandonando,
con violencia, lejos y alienados,
con indiferencia, rápido y por el costado,
lazos.
Tiembla,
tiembla todo lo que tengas que temblar,
cuando caiga el atardecer
y una inocencia gris
con desenvoltura te amarre,
cálidamente derritiendo excusas

Ten cuidado,
ten mucho cuidado,
pronto caerá la noche como lluvia de aspersor,
boceteando un trazo tembloroso,
abriendo camino a tu cuerpo
y tu espalda,
que de costado me clava
una mirada punzante.
Tiembla
tiembla todo lo que tengas que temblar
y aunque sea en sueños
o desde otro lugar
gírate.
solo con tu cuerpo doblado
puedo tocar el fondo de la niebla.

Ten cuidado,
ten mucho cuidado,
cuando la telaraña somnolienta,
por mis hombros descienda,
porque va a ser en un amanecer así,
como cualquier otro,
en el que la tierra abra sus párpados conmigo
entonces, sólo se escuchará
un eco.
Y nuestros cuerpos temblando.

Crónica de la chica que buscaba un pájaro.

A las seis de la mañana, perdidos entre la vigilia y el sueño, perdidos entre esa línea tan pequeña, tan delgada, tan ínfima, corremos. Corremos perdidos en un atisbo de libertad momentánea, entre aspersores que se agitan con violencia, entre el agua que golpea nuestros rostros, nos baña en risas, el agua. Sumidos en la eternidad del parque, y en los recuerdos de aquello cuya inocencia perdura más allá del tiempo, cuya inocencia evoca en nuestros labios una mueca que significa entendimiento. Extraviados en un popurrí de colores, olores recién nacidos en el alba del día, y frente a la inminente e irremediable muerte nos encontramos, nos abrazamos, nos unimos. Porque somos, y en nuestros cuerpos se refleja, jóvenes y libres, porque tenemos ante el miedo la esperanza, y frente al riesgo soltamos una carcajada porque podemos, porque nuestra ignorancia es más fuerte, y más humana que cualquier prejuicio. Porque confiamos ante todo en nuestra improvisación, que es más real que cualquier respuesta ensayada, que está más colmada de vida que cualquier tipo de perfección, que es espontánea y por eso, por su espontaneidad, es más correcta que cualquier acierto.

Ojos de sol que se abren, y vuelvo a perseguir otra imagen. Esta costumbre tan imbécil de necesitar perderme para encontrarme. Sentarme en la orilla del espectáculo, mirarte con esa mirada soberbia que me sale de a momentos, se me escapa cuando le doy un recreo y corre, corre hasta tu pupila y se pasea por todo pequeño espacio que encuentra, te enmarca los ojos en la cara y pronto se convierten en una sombra en el pensamiento, como un pedazo de realidad que arrastra todo lo que conozco en el final de cada retumbe. No me preguntes, por favor, no me preguntes nada. No hay nada más íntimo que estar callados. Dejame, que esta vez me escurro por tu cuerpo en silencios, en vacíos absolutos llegando a cada recoveco. Sólo un ratito dejame, sólo unos minutos. Te colmo de colores los nervios, te descuajo un poco la paciencia. Dejame aunque sea un ratito que sino se me nubla el epicentro y empiezo a tener ideas destructivas como que no hay tal cosa como el equilibrio, y que cualquier lado es mejor que el norte, y me pierdo de nuevo, me pierdo para encontrarme. Hay algo en tus ojos, hay algo de sol en tus ojos que me quiebra, me deshace, me desconfigura las palabras.

Pero al final la conclusión siempre termina siendo que mis palabras besaron más veces tu cuerpo, que lo que tu cuerpo reposó tus labios sobre mi frente acariciando mi semblante. Ya sé que rompí la tradición, ya sé que rompí el puente. Es que en algún momento, soñar con la punta de la nariz bien arrugada que la oscuridad que nos envolvía no llegaba a atravesarnos, era soñar que la tabla de madera, ventana a ventana, era más que una metáfora. Eso de que el libro se termina, que la última hoja podía caer pero que la historia seguía...esa magia que se acurrucaba en nuestros pechos y nos calentaba a la noche, antes de irse, nos acurrucaba entre sábanas de cuentos y distancias que se esparcían en el tiempo y se perdían en la nada… esa creencia terca de creerte expectante, de creerte siguiendo mis pasos, siguiéndome en este camino de tambaleos y vueltas sin rodeo, de excusas y mucho miedo. De ignorancia y lluvia fresca, lluvia fuerte, lluvia eterna cayendo en nuestros hombros, mojándonos, empapándonos, calándonos.  Esa insistencia de miradas furtivas a la puerta, esa negación tan corrompida, ese escaparate de risa que floreció burlándose de mi ruidosa calle, mi sonoro pensamiento, de mis palabras que te besaban y mi necedad, mi ilusión de que todo en el éxodo se volvería cierto.

Hay un pájaro cantando en la vitrina de mis pensamientos.
Entre ronroneos se le escurre mi pasado,
Entre susurros mi tambaleo,
silencio silencio
tan solo le pido silencio.

Un pedazo que olvidé en algún lugar

11 de septiembre

La imagen se recompone de a poco, de a poco va naciendo del ruido para perderse, para entremezclarse en èl. Y todo aquello que veo, todo aquello que me toca, me traspasa y se envuelve, se esparce y se contrae, finalmente cae. Cae en lo más profundo, donde las palabras se vuelven eco, el eco un burdo retumbe y el retumbe silencio.
Lo más duro de ver,
es el fondo vacío
de lo que se sospecha
sin decirlo

Hay algo

Hay algo que se calma con el abrazo.

Como si dentro nuestro se estuviesen agitando inquietudes y formas, colores y angustias, que decantan en esa simple acción, en un ínfimo gesto. Como si hubiese algo que nos puede contener. Una tendencia inconsciente a creer que el océano se estanca y la corriente no te traga.

Hay algo en el abrazo que se rompe.

Que se pierde en el laberinto de nuestra memoria biológica, no sabemos si plantando recuerdos o quizás pistas, quizás huellas. Se desarticula todo lo concebido, todo lo cognoscible. Nos moja, nos empapa la razón. Nos llueve las ideas, frustrando cualquier atisbo de solidez, de resistencia. Nos revuelve lo vulnerable, nos deja a flor de piel.

Hay algo insatisfecho en el abrazo.

Dos cuerpos subjetivos chocando, una nube muy gris, muy densa en el cielo. Se nos aparece como un espejo que sólo sabe ser molesto. No nos permite tocar la imagen, ni pasar de mundo, ni alcanzar lo visto, ni besar lo deseado. Nos deja con la serpiente en la punta de la palabra, nos deja con el veneno en el centro de la idea. La nube que se esparce y nos nubla el panorama, una lámina superficial que nos confunde. ¡Cómo hablar de lo que queremos ser, si todavía no somos, nunca fuimos!

Hay algo de reconciliación en el abrazo.


Como si lo que soy, y lo que vos querés de mí se entrelazara en pacífica unión, y el abismo, el vértigo del abismo de sabernos absolutamente solos, esa intimidad con lo más crudo se disipara. Entonces,  no importaría qué es cuento, qué es amor, qué es deseo, qué es miedo, dónde está el límite, dónde se termina el silencio. 

Solo queda hoy

Te corro despacito. Te corro despacio. Te corro como si con mi risa pudiera vencer el tiempo, para alcanzarte fresca y resuelta, llena de sol.

Me siento enfrente tuyo, me dispongo mejor. Te miro a los ojos, te atravieso las entrañas juntando retrazos de vos. Armo el rompecabezas de eso que nunca se entiende hasta qué punto son memorias e impresiones de un pasado; y hasta cuál son solo imágenes como sentimientos cristalizados, que tocamos y retocamos en orden a la conveniencia, en orden al placer.

Te digo esas palabras horribles, llenas de incertidumbre, llenas de escalofríos en la espalda y noches de luna blanca. Te las digo para que las oigas mejor, para que las oigas con otros ojos y veas esa segunda profundidad, que te permite llegar a la tercera y la dejes de sentir tan tremenda. No es tan absoluta. Te explico cómo se parece a una tarde de verano, en el patio verde y caliente, hormigas y barros, y un montón de palitos de madera. Que son el castillo y un mundo nuevo, un mundo distinto. Que son la niñez y la alegría y que el dolor de la inocencia perdida esconde un placer que se encuentra en todo aquello que tiene un límite. Porque los límites son tan finitos y chiquitos que uno siempre se termina pasando de mambo.

Muy cerca de tu boca, de tu boca muy cerca me acerco, para poder respirarte los suspiros mejor. Para que me pintes alas de todos los colores en la espalda y mi alma se sienta besada, para estremecerme los pensamientos en lo más oculto, lo más sincero. Para que quede más claro que nunca, que lo que no se expone y no se deforma, tampoco respira. Tampoco inspira. Te inhalo los secretos y las ganas y los sueños y mañanas para que me recorran de principio a fin, jugando a que existe tal cosa. Como en código y entre sonrisas vuelven a vos, cálidos e indescifrables. Y entre los dos siempre se genera como esa sensación de que justamente eso que no podemos decir es lo que está más claro, lo más tangible. Como sueños que no podemos materializar en una expresión pero que compuestos en su secuencia de consecuencias secuencialmente transmitimos a la perfección, entre pestañas y vientos, miradas y aire;


Y vos, pasado, yo,  ayer, aquel, mejor, aquello, se disuelven. Y solo queda el sol.

Alunada

Me salió un lunar en el corazón. Por favor no te rías. Me tiene preocupada, sobre todo porque es el tipo de cosas que uno podría dejar pasar sencillamente, ya que no tiene por qué ser necesariamente malo. El problema es que me incomoda, muchísimo. Sobre todo porque sé que hay poca, pero hay, gente que lo puede ver. Gente… más bien vos. Y el tema con los lunares en el corazón es que son una cosa muy personal, y ya cuando lo podés ver es como quien sabe que algo horrible está pasando, no puede no hacerse responsable. No te digo que vos deberías hacer algo al respecto, pero si deberías dejar de hacer muchas cosas. Es este tema tan recurrente, del hilo desenredado y la bola de estambre, lo que hablábamos el otro día. Es un tema tan complejo… pero sobre todo triste. Sentí como se abría paso el lunar entre los tejidos para hacer su aparición a medida que íbamos adentrándonos más en el asunto. A decir verdad, muchas veces sentí que esto estaba por ocurrir, me gusta pensar a veces que el lunar no sale, sino que uno lo pone ahí. Tiene un poco de eso también igual, ojo. Lo que no soporto de mí es querer que te hagas cargo de algo. No cualquier cosa, es decir, me parece un reclamo válido. Es algo que entendés. La mayoría de la gente no toma conciencia de las órbitas. Se pasan la vida girando en círculos, y creando aproximaciones ilusas, realmente nunca toman conciencia de que es imposible que dos órbitas se unan. Con suerte, quizás, rozen. Muchos se mueren pensando que conocieron a la persona que tenían al lado, muchos se mueren sin saber nada de ellos mismos. Y yo sé cuando te miro a los ojos que esto te angustia de igual forma. Hasta qué punto estamos sometidos a las ilusiones y sabemos realmente, comprendemos realmente en qué andamos metidos. Hasta qué punto no somos la mera imaginación de algo o alguien, hasta qué punto no somos un  mero producto de, hasta qué punto podemos huir de eso. Y el punto es el lunar, este maldito lunar en el pecho que lo llevamos a todas partes. Y vos también tenés uno, y no te hacés cargo. ¡Cada cosa haces para ocultarlo! Me sacás de mis cabales, ¡tanto charla sobre hilos desenredados, bolas de estambre! ¿Para qué? Todo, todo es así porque no podés, porque tenés miedo. Tengo filas y filas de patrones en mi mente, que me acorralan en un hueco y me asfixian. Y vos tenés años y años de mentiras que ya no podés, no sabés vivir sin eso. Decime qué sentido tiene todo esto, decime dónde guardaste lo genuino de vos. “En el lunar” Yo sabía. Por eso insistía en que sacaras todo de adentro, porque el cariño se pudre y las cosas se mueren. Y cuando vayas a buscarte ya va a ser demasiado tarde. Van a haber muy pocos hilos desenredados y demasiadas bolas de estambre.

Serás


Crecerás libre y hermosa,
crecerás fuerte y valiente.
Crecerás en las fronteras donde el miedo
no llega a plantar sus semillas.
No conocerás el arrepentimiento.
Crecerás en un país bello,
En un país donde
igual e igual
es un concepto verdadero.
Crecerás buscando,
crecerás persiguiendo sueños por ahí
Me tendrás sosteniendo tu mano,
alentandote desde la tribuna
en este mundo o en tu corazón,
siempre.
Crecerás siendo amada,
y con el tiempo aprenderás
a amar y a ayudar a las personas.
Crecerás viendo lo gigante en
un gesto,
y lo patético del ser
humano que solo sabe
mirar torres
amar papel.
Crecerás y serás
lo más hermoso de este mundo,
y las lágrimas que ahora lloro,
y las penas que ahora me duelen
y las luchas que incansablemente
irremediablemente
me vi dispuesta a afrontar,
serán en tu sonrisa,
toda mi victoria.

No-Saber

No saber
- no estar-
y aún así perderse
- caudaloso remolino
ideas mareadas
en recuerdos -
Todos buscamos
- coleccionamos -
pedazos de ser

 Pero el dolor
- nadie se salva - 
de saberse vivo
saberse incompleto
saberse insaciable

 Pero la angustia
- eso de amar y ser
amado,
sospecho
no existe -
de no saber hasta qué punto
somos
y hasta cual
nos rendimos a ser.
- hay gente que
no sé
como vive consigo -

 Los sueños,
a veces nos extirpan
un poco de realidad.
- absurdidad, digo -
Somos un circo de marionetas.
Somos un arma a rienda suelta.
Somos seres abandonados.
Seres separados.
Abismos.

 Pero la soledad
consumirse lentamente.
Todo lo que el humano
- que de humano
ya no nos queda
nada -
construye, no alcanza
con nada cuando
besamos nuestros
caprichos
abrazamos
nuestro egocentrismo

 Al final del camino
a veces
están tus ojos.
Nada más que tus ojos
me calman
A veces.

No-Hombre

El no-hombre
se enreda en la cobijas
mantudas
de mis pensamientos
fríos.

El no-hombre
se disfraza
cual película repetida
cual cinta
oxidada.

 Lo que tiene de
o le falta con
siempre retumba
en mis abismos.

 Le sujeto
fuerte
los pómulos rosados.
Y le clavo una mirada
tan profunda
de esas que te hacen
llorar despacio
llorar callado.

 “Lo que te convierte
en un no-hombre
es tu negación constante
y evación empedernida
de la realidad.”

 Que no hay, acaso,
objeción alguna
Ni se te apuntará,
prometo,
con el dedo
cuando tu pupila
incapaz de atravesar un cuerpo
nunca comprenda
los misterios,
sueños y vuelos,
del alma libre,
jamás.

 Esto, 
le estará siempre
permitido.
A veces uno cede
un poco,
de más.

 Un no-hombre
usted siempre fue.
Pero creo que al final
terminás siendo una
no- persona
y nunca
nada
más
que

eso.

Más gente linda.

Nosotros, los que no pretendemos llenar los vacíos con absurdos rituales, comprendemos la importancia de las palabras. Y cual soñador que persigue su sueño nos embarcamos con nuestro pequeño velero afrontando las mareas que propone cada nuevo día. Y con ver la pupila ya vemos el ojo y proyectamos la mirada, mientras que en el ritmo de los labios captamos la intención. Comprendemos la jauría de flechas que lanza el primer atisbo de soledad porque nos pasamos la vida dibujando las sombras que arrastran sus maltrechos cuerpos. No me malinterpreten. No se atrevan a pintar de un mismo color todas mis intenciones. Nuestras manos saben bien recrear las comisuras de los labios, las sonrisas bailando y la danza silenciosa o chirriante de la alegría profunda.
Son ustedes, y nada más que ustedes, los que renuncian a la luz, los que se apagan sin intentar, los que se sientan a observar y aún así no logran formar parte del paisaje, los que no fluyen, los que son una tendencia que sigue a otra tendencia, los que no brotan espontáneamente del pensamiento mismo ni de las ganas, ni de la vida ni del sentir, los que no son auténticos, los que nunca hablan de pureza, los que no se permiten vivir en la incertidumbre, los que no se permiten mirar al abismo que cuelga de un hilo dentro de sus entrañas y niegan su maravillosa posibilidad de ser. Ustedes, y nada más que ustedes con sus débiles esfuerzos y perennes intentos de vivir, ustedes los débiles que sucumben ante su humana estupidez, su humana inclinación a no cumplir y no exigirse las más altas exquisiteces de intelectualidad y grandeza humana,
Todos ustedes, malditos cobardes, son los que vuelven a este mundo tan banal, tan asquerosamente rutinario y burgués. 
Todos ustedes, juntos y amuchados, amontonados en masas amorfas y mediocres, aún así, no pueden hacer que el corazón deje de palpitar. No pueden hacer que el corazón deje de correr. Por sobre todo, hoy necesitamos de gente que nunca deje de sentir, necesitamos gente que sienta mucho, que sienta en profundidad. Gente a la que la injusticia le cale hasta los huesos, le cale la piel y le pinche el alma. Gente que no le tenga miedo al cambio, que se anime a jugarlo todo y no vea como posible otra opción. Gente que entienda los problemas más allá de las personas y a las personas más allá de los problemas.

brío

¿Dónde está mi hermano perdido?
Aquel que se perdió en el tiempo,
Que se perdió entre los matices de las sábanas
De quién sabe cuánta suciedad y uñas
¡Cuánta impotencia, cuanta tristeza!
Que alguien me diga,
Dónde ha dejado mi hermano perdido,
Mis bastoncitos de plásticos,
Que no pinchaban ningún fantasma
No dañaban ninguna sombra,
Pero de la oscuridad y los malos sueños
Me defendían, siempre, me defendían.
Dónde está su abrazo,
Su beso caliente,
A dónde se llevó
Dientes de león, vaquitas de San Antonio,
Cuándo saldrá de su escondite
Y correrá eufórico,
Correrá a destiempo,
Correrá a mi encuentro.
Que nadie se lleve más lejos,
A mi hermano perdido,
Que si su ausencia me turba

Su silencio congela todo brío.

Boceteando

11.36 de la mañana de un día miércoles. Un miércoles cualquiera. Colectivo 168. Todos, o desde lo que se puede apreciar con una simple mirada, los asientos ocupados pero nadie en el pasillo. Avanza lentamente, hay un poco de transito, lo suficiente como para que el armatoste móvil se mueva elegantemente. Fondo a la derecha, una señora contra la ventana. Al lado suyo, su hija. Parece que vuelven del jardín. La nena le dice a los gritos algo sobre unas pelotas de colores que tienen que comprar cuando vean a la tía. Grandes y de colores, mamá. El sujeto se ríe. La dulce voz de un infante siempre le alegra y ablanda el corazón. En sus oídos suena una sonata no muy conocida, es una melodía estupenda del italiano Ludovico Einaudi y le sugiere, es decir, a su parecer todo el mundo en el momento en que está éste sonando se acomoda para ir al compás de sus notas. En sus piernas reposa el libro que estaba leyendo, latente y expectante. Mientras se permite emocionarse con la voz infantil que resuena en su espalda se atreve a mirar por las ventanas. La luz baña los edificios, el sol enternecido los empapa de brillo y calor. El sujeto entrecierra los ojos gozando los recuerdos que empiezan a trepar por su pecho al atravesar un puente rojo. No es el mismo puente que atraviesa para ir a visitar a sus queridos, pero le hace acordar tanto a ése que se siente igual de entusiasmado que como cuando va a verlos. Entonces, adelante a la izquierda percibe una mirada que observa al sujeto observador que deja inmediatamente de perderse en el puente para encontrar su mirada con la ajena. Encuentra un señor tan cargado de experiencia que se le espalda la encorva y guarda en ranuritas y pliegues de la piel todo lo que sabe. El señor mira al sujeto con los ojos achicharrados y le hace sentir, mientras aún oye a la niña gritar, que la vida contiene opuestos que no son necesariamente contradictorios y que existen, realmente existen momentos de tranquilidad y alegría plena, donde la vida es absoluta y la muerte se distrae. Al sujeto le caen dos lágrimas de los ojos, y siente por primera vez en su vida que está haciendo lo que realmente quiere. Que tiene un lugar al que pertenece, y que lo lleva consigo a todos lados. Hasta cuando está en el colectivo. Sabe que no va a recordar esto constantemente, pero el sujeto se siente tan feliz en este momento, que casi ni le importa que yo lo escriba. Ser infinito un instante, vale la vida. 

Hablemos del puntito celeste.

Un puntito celeste en una hoja en blanco. Un puntito celeste, leáse bien por favor. No andemos confundiendo las cosas, no una vez más. Estaba el puntito celeste en la hoja en blanco, y yo lo miraba de soslayo, desconfiada. “Aquel punto no me va a engañar” exclamé fuerte, y mi voz retumbó en la hoja. Pero debí dejar de mirarlo, porque la verdad es que su insistencia en engañarme fue un dolor distinto, de esos que no duelen en el cuerpo ni en el alma, pero tampoco te dejan dormir bien a la noche.
Yo si fuera punto, cosa que no soy, y encima celeste, no andaría pretendiendo ser otras cosas. No me pondría sombreros negros y cuadrados, ni caminaría desfilando entre renglones y márgenes. No, y mucho menos insinuaría que esto está en mi naturaleza y mi derecho. Los puntitos celestes tienen aires de grandeza que son insostenibles con el tiempo.
Lo peor de todo, es que no lo puedo borrar. ¡Vaya problema me vino a traer semejante puntito! No te hubiera escrito mirá, y no pasaba nada, no molestabas a nadie, te ahorrabas tener que vivir con vos mismo incluso. Estas cosas de la vida… Encima el desgraciado ahora, se tira al piso y llora. Llora como un bebe porque él, según dice, no quiso dejar de ser punto jamás. Tirado ahí se retuerce de culpa y grita y patalea sin sus patas porque al final es un punto. Debería compadecerme y avisarle esto, a veces pienso. Después me acuerdo que es un tremendo egoísta, que era un punto negro como cualquier otro hasta que decidió escaparse y frotarse sobre mí. “Es un puntito chiquito” dicen todos, que no me enoje, que son cosas que hacen los puntitos. Si él quería ser celeste me lo podía pedir, yo no tengo problema con que la gente se vaya poniendo colores por ahí, pero yo que soy pintura no me gusta sentirme colocada en cualquier cosa, en cualquier lugar y porque sí. A parte, ¡Osar engañarme de semejante forma! “ No, que los sombreros…” “Que sos amorfa…” “Qué poca clase, qué poco estilo”. Así son los puntitos, te miran de arriba a abajo, opinan, critican, todo. Y después van y se frotan sobre vos, pintura, porque no se soportan. Yo tampoco soportaría ser así, pero no andaría quitándole partes de uno a los otros por problemas y caprichos míos.


Quinta Carta al Señor de los Lunares

Creo que este es el único modo que tengo de sacarlo de mi cabeza.
Y voy a hacer las cosas bien; porque para equivocarnos e improvisar somos mejores los dos juntos. “No sé cómo se metió acá dentro” eso le iba a decir el otro día pero me acordé entonces, que yo insistí en que se quedara cuando lo vi atravesar el pasillo. Es mera necedad lo mío y no lo culpo de nada. Quiero que esto quede claro. Sé muy bien que si usted, el Señor de los Lunares me quisiera, u osase demostrarlo, mi interés se desplumaría, no quedaría nada.
No vaya a creer bajo ninguna circunstancia que esto a mí no me parece de lo más injusto. Simplemente esta vez, y sólo por esta vez, como el problema es mío, he decidido que lo mejor es dejar que le parezca injusto a usted.
A veces no puedo con mi desconcierto. ¿Sabe? La cinta empieza a girar y se va componiendo de a peldaños la imagen. Pasito a pasito, y mientras más la imagen se aclara, más se ve como usted me estruja contra su cuerpo, me aferra. No me deja ir, ni escapar, me apresa contra su pecho. Y sus ojos que lagrimean despedidas como si fueran muertes, porque su peor costumbre es odiarlas. Estiro la mano hacia el vacío, queriendo tocarlo. Y vuelvo una vez más a mi cama, vuelvo una vez más a mi encaprichada estrategia, a mi infantil táctica, a mi inexistente renuncia y empedernida negación de su ausencia. ¿Cómo iba yo a entender acaso, que usted podía ser asi? ¿Cómo iba yo a imaginar, que podía llegar a olvidarsele despedirse? No dejé de mirarlo ni un segundo; incluso cuando bajó y se perdió entre la gente, lo seguí buscando hasta que el subte retomó su marcha y me arrancó de aquel lugar, dejándome con una respuesta colgando de la mano. Es la única despedida que hice para usted, y no puedo guardarla para después, ni dársela a nadie más. Tampoco me conforma tirarla. Cómo no sé qué hacer con ella, siempre termino haciendo lo mismo, repitiendo imágenes y sonidos como quién no tiene olvido. A veces, cuando no me quedan ya fuerzas para extrañarlo, recuerdo las cosas sencillas, los detalles. Como cuando estábamos sentados en un banco de noche y nos reíamos fuerte. O los lugares que usted elegía para mirar las estrellas, que siempre estaban plagados de bichos. Pero siempre eran los mejores. Y sólo ahora sé que esa canción que me mostró una vez me derritió el alma, y ya no puedo ni escucharla sin evocar su nombre.
Ya se me va a pasar. Estos días chorreo melancolía. Siempre que me quedo con una despedida colgada me pasa lo mismo. Son muy charlatanas, muy entrometidas. Usan trajecitos y te hacen advertencias, te cuentan chismes. De usted me decían el otro día que se le caía la inocencia como a la gente le sale caspa. Casi la termino tirando, como si pudiera venirme a decir que eso no es natural, que no es necesario. No es que yo me vaya peleando con todas las despedidas que cuelgan por ahí ni nada por el estilo, pero este comentario, debo admitir, me ha afectado más de lo que me hubiese gustado. ¿No saben las despedidas de sentimientos? Me propuse tantísimas veces sentarme y explicarle que si hay algo que me ha dolido de todo esto, y no podré olvidar es como con el tiempo se nos fueron cayendo pedazos de nosotros, nos fuimos perdiendo de sol a sol. Encontré muchas cosas que me gustan de mí, o de usted, pero no puedo, no soporto ver agonizar los rastros, de mí o de usted. Tan confundida me ha dejado todo esto que no sé donde es que yo empiezo, sólo sé que siempre termino en usted. Ahora voy a aprovechar para contarle, ahora mientras la despedida no me presta atención, porque cada vez que lo recuerdo, que lo saco a la luz, se vuelve pegajoso y se deforma en el piso. Se extiende en rollos negros y tapices macabros. El gran problema del comentario, el verdadero problema va más allá de la confusión. Este comentario levanta una imagen en mi mente en la que, inicialmente, aparece el parque al que íbamos de noche. La única diferencia que encuentro con el original, es que este me sabe más extenso. Los teros a veces también están ahí. Al principio no veo muy bien, hay una niebla espesa y fría que lo cubre todo. Entonces, una a una, en filas, se van apilando montículos de cemento. Rupestres y cuadrados. Yo sigo caminando, desfilo entre las ilusiones y los sueños enterrados que ustedes, los que son como el Señor de los Lunares, los que crecen diciendo que es mejor no aferrarse a nada, dejan que se les resbalen por los ojos, la boca y la piel. Es un camino largo y angustiante y sólo recuerdo bien el final, porque es cuando siento la ausencia del abrazo que nunca llega.
Cuando la proyección finaliza, termino con las mismas conclusiones infinitas. Que lo extraño a usted como la ilusión de que hay algo que necesita aferrarse a mí. Y este entendimiento caduca las imagenes y el sonido, termina con mis sueños.
Y despierta y sola de nuevo, en el medio de mi cama, como no puedo sacarlo de mi cabeza comienzo a escribirle cartas, ya que dicen que las palabras cuando caen, curan. Lo hago para que usted viva tranquilo en ellas y me deje dormir, aunque sea, un poquito más.

Cuarta Carta al Señor de los Lunares

Creo que el viento siempre que sopla nos quiere decir algo.
Tengo esa vaga impresión. Los días soleados en su terraza, cuando pasea elegantemente entre los edificios cierro los ojos con fuerza a ver si lo escucho. No suelo tener mucho éxito, pero creo que si usted me ayudara entre los dos podríamos oír mejor. Debe ser que tenemos intereses de otros soles, porque usted nunca parece siquiera notarlo. Entonces el viento deja de soplar, se va, sigue su rumbo y recorre otras terrazas, le habla a otras gentes, refresca otros lunares. Muchas veces cuando me encuentro en una de las cajitas grises a las que voy cada mañana durante cinco días, me acuerdo regularmente de esto y de usted. Nunca le supe explicar bien, pero dentro de estas cajitas tan tediosas me paso horas y horas escuchando a tornillitos y herraduras conversando sobre clavos y puertas que nunca vi y nunca entenderé. Me paso los minutos y los almuerzos esperando el momento de salir de la cajita para encontrarme con usted. Y cuando pasa así el viento por nuestro lado, y no lo comprendo me alegro de aunque sea estar con usted, en esta burbuja que tanto nos gastamos en inflar. A veces, no obstante, cuando lo miro y contemplo el parecido que existe entre su pupila acuosa y nuestro mundo, logro comprender la fragilidad de nuestros sueños, lo efímera que puede ser una melodía y temo. Me da la sensación de que la vida es eso, un instante del que colgamos. Y que si no llego a correr todo el tramo… si no llego a exprimir todo el jugo…Estos pensamientos siempre me pusieron en una posición inconstante, transformando rincones de mí, que nunca termino de reconocer como propios. Me vuelven frenética, mi risa se oye estrafalaria y los colchones de hojas nunca me impiden caer al suelo. A lo que voy con todo esto, Señor de los Lunares, es que nunca voy a saber cuánto tiempo lo miraré y usted devolverá la mirada, y esto por más simplón que suene, me aterra hasta la hiel. Mientras se va a buscar un abrigo, porque nunca deja que el viento lo abrace y tiene la costumbre de sentir mucho el frío, yo siento como ese pequeño humo anaranjado empieza a lanzar chispas y me succiona el pecho. Me recuerda a la claustrofobia, esa sensación desesperada de la que usted se ríe tanto. Sobre todo cuando le expliqué que el cuerpo me rememoraba a un cuarto de paredes blancas, injusto cual sentencia sin juicio que nos condena a vivir en un envoltorio no electo y mortal. Yo miro cómo centellea su risa que es tan larga y eterna, y me pregunto ¿Acaso usted no siente el desgarro interior de vivir a cuestas de saber que la única ausencia es la propia, que el problema no es el tiempo, ni las cosas, ni las personas? Este pensamiento abre una canilla en mi mente que gotea y empapa mi paciencia. Gota a gota, estropeándola. La simple posibilidad de que en un abrir y cerrar de ojos todo podría terminarse, sin vuelta atrás, es inminente. Y tenemos que vivir sabiendo que no podemos hacer nada al respecto. A lo sumo preguntándonos si acaso tenemos un destino, un tiempo pautado de existencia. A veces, resignándonos a que quizás sea mera casualidad. ¿Usted acaso no lo siente también, Señor? El cosquilleo incesante, ese que nos corta la respiración, nos ahoga y nos angustia las miradas… Cuando vuelve a subir la escalera, ya con su abrigo puesto, y se recuesta sobre mis piernas me dedico a desarmarle los rulos, que siempre me vencen, siempre vuelven a su lugar. Uno a uno, una y otra vez.  Es algo que hago ya casi automáticamente, y he llegado a creer que si usted se va, extrañaré sobre todas las cosas, este tipo de detalles. Detesto estas ideas, siempre me azulean el día. Al fin y al cabo peor que la soledad es el miedo a ella misma. Ese miedo que nos cala en la piel cual barro y nos nubla la salida. Que nos atropella con preguntas del estilo de “¿Cuál es el sentido de tu existencia?” o aún peor  “¿Cuál es la validez de tu existencia?”. Estas preguntas saltan alrededor de nuestra mente, inquietas y descontroladas. Nos van pinchando con alfileres pedacitos de nuestro inconsciente, nos plantan dudas. Nos hacen preguntarnos si alguna vez seremos suficientes para alguien, si alguna vez alguien nos elegirá. Nos llenan de ideas que no nos cubren en absoluto, que nos distraen de la verdadera pregunta. No nos dejan aceptar nuestra condición desértica, no permanecen en silencio nunca.
Vuelve, siempre vuelve a destruir mi trabajo sobre sus rulos, a mojar sus lunares, a despertarme de mis pensamientos...el murmullo del viento se escurre una vez más entre nosotros y esta vez creo oírlo gritar...
“¿Cuándo seremos suficientes para nosotros mismos?”

Tercera Carta al Señor de los Lunares

Creo que al tiempo le gusta reírse de nosotros.
El otro día estando con usted fue que descubrí que el punto exacto donde se produce aquel entendimiento se reduce a una mirada.  Estaba muy concentrada en su nariz, porque había descubierto una peca, que se me antojó en aquel instante que era como un lunar pero más chiquito. Y yo estaba observándola, como quien descubre algo maravilloso por primera vez, cuando me di cuenta de su metáfora escondida. Su peca, señor de los lunares,  anda vestida con el traje marino y desgastado que más le gusta al Señor Tiempo.
No se lo dije en aquel momento. ¡Es que usted se escandaliza tan rápido! Aquello puede ser resultado de mis pequeñas bromas, me hago cargo de que no siempre las entienda.  Si me deja confesarle, a veces ni yo sé qué tanto hablo en chiste y qué tanto en serio. Sólo sé que sus ojos parecen desbordarse de sus esferas contenedoras y a mí me causa una gracia deliciosa. Así fue, y no de otra forma que comprendí que pertenecemos a dos mundos completamente diferentes. Que nos separa un abismo. Que estamos realmente solos.
Y cuando hablo de mundos, no hablo de lunas, ni de temporadas, ni de relojes. Hablo de nuestras conversaciones sobre los sueños, por ejemplo. Le dibujo la silueta de una niña pequeña, que viste flores en los pies y aire en el cabello. ¿Puede usted imaginársela durmiendo? No me pida que la despierte. Querrá correr a los brazos de la mujer larga, querrá llorar en las piernas del hombre alto, y no va a poder. Entre la oscuridad de sábanas viejas se va a tener que acostumbrar a su pequeño universo, como hacemos todos.
Su peca, vestida del Señor Tiempo, o el Señor Tiempo escondido en su peca, están ahora en el teatro. Las filas están vacías, el matiz rojo de la almohadilla es casi lúgubre y se mezcla en el silencio del espacio. Y ahí está la peca del tiempo; observando. Cuando se abre el telón aparece la niña, con un vestido blanco espuma hasta las flores de los pies y el cabello de aire que le cae ondulado por los hombros chiquitos. Con sus manitos se abre el pecho y luces de todos los colores estallan en el anfiteatro, gritan, vuelan, explotan infinitas veces y se reproducen formando un espectáculo único, irrepetible. El tiempo de la peca se emociona, vemos como agacha la cabeza y no sabemos si se seca una lágrima.
Todo esto veo yo en el reflejo de su mirada, mientras usted mira el techo. En ese momento entiendo que si abriésemos nuestro pecho a otros mundos podríamos destruirlos. Si la niña le hiciera eso a la mujer larga y al hombre alto ¿Usted se lo puede imaginar? Sería una catástrofe.
Me río, y sin querer usted se da vuelta a mirarme con la interrogante colgando en su gesto. Se me ocurrió que es un poco imprevisible que ellos, conscientes de su magnitud física, le quieran ocultar la crueldad del pecho del mundo que conocen, a la niña.
No le respondo, no le explico nada. Porque enseguida me entristece pensar que ella terminará fingiendo un mediocre papel en un escenario desierto, donde ni ella cree su actuación, ni donde nadie está invitado a verla; porque ella también querrá ocultarle la crueldad del pecho de mundo de ahora a ellos.
Me doy vuelta, dándole la espalda, cuando entiendo que es el escenario que miramos y repetimos siempre. Lo dejo de mirar porque ahora entiendo que todos necesitamos, aunque sea frágil, aunque sea pequeño, un consuelo que nos esperance un poco.

 Después lo abrazo. Porque el tiempo se ríe tan fuerte que asusta.

Segunda Carta al Señor de los Lunares

Creo que no entendí una parte.
Es decir, esta parte sí me la explicaron; sí la sabía. Pero en el medio, en el abismo que hay entre palabra y palabra, se debe haber caído la verdad.
O se debe haber perdido entre el laberinto de sus lunares, señor. Lamento mucho informarle, pero me parece, algo me sugiere, que ha sido así. A veces cuando su pupila tiembla, y mi mundo no se desmorona o se desarma en pálidos labios y besos asonantes, veo en el rincón de su tejido de amapolas, un retrazo olvidado. Un retrazo, que no es más que el trazo temblante, el trazo miedoso que se extiende entre dos mundos paralelos, que sin tocarse se unen y se confunden al perderse en lo absurdo. Usted, sobre todos, le tiene terror a lo absurdo. No puede ni mirar su retrazo, no quiere recordar nunca que lo lleva consigo, que es inevitable. A veces cuando su mirada me penetra la mente y sus pestañas adivinan el deseo de las palabras por escurrirse de mi boca, yo siempre callo. Sé que si le dijera que estoy acostumbrada a ver en su cama las huellas de ausencia que usted nunca llora, me cerraría con llave la puertita a su alcoba de ensueños. Necesito entrar mucho más de lo que usted necesita tapar los huecos de sus sábanas con mis suspiros. Necesito entrar para comprender eso que alguna vez me explicaron y yo ya me olvidé.
Sé, querido señor, que sus lunares no son lo único que le pesa en esta vida. Puedo ver como los colores y los mamarrachos de tinta se le amontonan en los poros de la piel. Y persigo la mirada de sus ojos porque sé también que a ellos les falta una respuesta, aunque se haya ya olvidado la pregunta. Usted pareciera tener una amnesia selectiva… ¡Siempre me anda contando sus atardeceres! Como si no recordara que cuando uno se enamora de alguien (o de algo) que lo hace enamorarse a su vez de la vida… entonces es como si el mundo pesara menos. ¿Ya nunca se ha vuelto a sentir ligero, acaso?

Primera Carta al Señor de los Lunares

Creo que alguien se olvidó de contarme una parte.
Sino, entendería todo esto que ahora, sentada en esta silla, sola en esta habitación, no puedo comprender. Es decir, ¿Cómo pueden pedirme que entienda, que él se levanta todas las mañanas, se viste y respira? ¿Cómo pueden pedirme, que me lo imagine dentro de su pequeño mundo, si apenas eran burbujas ayer? Creo que es un disparate.
Yo me levanto todas las mañanas, sin excepción. Tomo un vaso de leche fría y a veces me baño. Esa es la parte automática, la que no cuesta. Después de un día entero (en el que camino mucho, a veces bailo otras simplemente me siento a escuchar la música) me acuesto en mi cama e intento dormir. Y lo imagino a usted, al señor de los lunares, acurrucado en su cama. Se me pasa la noche tratando de llegar hasta allá, a veces intento de traerlo a usted. Nunca puedo llegar, ni hacerlo entrar. Cuando lo intento siempre voy de a partes, primero pienso en su pelo, y lo que pensaba cuando lo acariciaba; otras veces pienso en sus ojos o su tono de voz, y trato de traer todas esas cosas al lado mío. Aunque siempre que abro los ojos, no están ni usted ni sus lunares. Otras veces trato de recordar el aroma de su habitación, o el color de sus sábanas, dónde tenía puesta cada cosa. Rebobino sus trazos por mi piel y siempre termino soñando despierta. Nunca me alcanza la noche.

Me pesan algunas partes de mi existencia cuando lo imagino a usted en su mundo de muñecos de arcilla. Me pregunto si podría hacerme uno a mí, tengo esta rara costumbre de extrañar los detalles. Se vuelven tan grandes en mi mente que terminan por ahogarme. Y cuando pienso en sus lunares, se dilata su pupila y me estremezco. Me encuentro corriendo tras su risa para chocarme con un reloj. Me turba las ideas, casi lo mismo que me eriza la piel. Siempre lo recuerdo pintando sus historias en mi cuerpo. Y usted siempre me deja ahí entre medio de lo que pudo ser y nadie se acordó de pensar. 

Ahora

Hasta que pude tocar
tu verdad
que no es otra
que la mía
los pasillos me parecían
turbios
y la realidad andaba
como carente
de tinta.

Hasta que pude tocar
de nuevo los sitios
donde amé y tuve
esperanza
me anduve preguntando
la diferencia entre
lo vivido, lo soñado
lo necesitado
y descubrí que tenemos
siempre
una manera muy poco oportuna
de recordar las
cosas.

Pero ahora
que ya toqué
reviví
y volví a soñar
con nuestra
verdad
ahora sé
que los pasillos
son oscuros
sé que los finales
son necesarios
a veces
más de lo que nos
gusta estar solos.

Y lejos de
apagarme
saber me impulsa
por los pasillos
contra las tintas desgastadas
y me siento libre
y puedo tocar.

-

Reapareces.
Con tus ojos ausentes.
Con tu ausencia doliente.

Reapareces.
Y me miras sin traspasarme,
Y me dueles sin tocarte.

Reapareces.
Y ya no sé cómo cerrarte
los pasillos.
Cómo llorarte
los pasos.

Reapareces.
Nunca puedo despedirme.
Siempre estás ahí, lejos.
Siempre volvés conmigo
para recordarme
que no estás
conmigo.

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