Le tengo miedo al silencio, a lo mucho que pesan las palabras cuando no logramos pronunciarlas.
Le tengo miedo a tu silencio, a las letras escondidas, el cadáver de un abecedario envuelto en las trampas del cuerpo.
La piel me ha susurrado que no conseguiré olvidarte. Me lo han dicho mis manos cuando decidí irme y el frío inundó el cuarto.
Me iré sola. Tu recuerdo ya está manchado.
Quizás nada debería trascender. Toda conversación debería morir en el último poema compartido, todo encuentro debería dejar de sucederse después del mejor orgasmo.
Lo digo desde este rincón que me he reservado:
                   prefiero tu ausencia
                     o tu muerte
que tu presencia desganada,
que tu tiempo putrefacto.

Dejaré caer todas las hojas.
Ya no le daré la vuelta al poema,
ni para reivindicarte,
ni para herirte.

Poco a poco regresaré a mi casa. Lejos de los huecos de la espera.

Aprenderé a vivir con este silencio, tan tuyo.
El viaje fue plenamente mental. En su momento no pude ponerle palabras. El viaje fue plenamente sensitivo. Toda piel se estremeció profundamente.
Las primeras cuadras las hicimos caminando sobre el barro. Las casas bajas, las piedras, los niños, los ojos que nos siguen, los caballos que relinchan. Se inició el camino.
Luego, me perdí en la sensibilidad de unas palabras que no contaron mi historia pero la tocaron, se fundieron en un abrazo caliente o en un grito de lucha. Como quien no busca respuestas, el compartir fue urgente: la bronca, la tristeza, la alegría, las conquistas, la desesperación y sobre todo la ausencia del verbo exacto, la presencia inmanente que nos llama a resistir. Juntas en esta individualidad feroz.
Mi cuerpo, el tuyo, las líneas de un futuro que no sucederá. La desnudez de un encuentro auténtico que nos sorprende caminando y riendo como si no hubiera tiempo ¿Escuchaste? Ninguna tiene que volver a casa. Hoy estamos acá.
Me conmueve la fragilidad de los momentos que habitamos.
Te quiero invitar a dormir en estos ojos que ven suceder lo imposible, al mismo tiempo que lo crean.
¿Qué es un poeta?
me pregunto en una noche
endemoniada.
Siempre vuelvo a caer en
las mismas palabras
me arrojo con violencia
como quien extiende la
mano
hacia el aire colmado
de humo.
¿Qué busca mi expresión
cuando empieza
lentamente a tallarse?
Quisiera que todos
pudiéramos tocar
el hueco que llevamos en el centro.
En esta existencia colmada
de ausencias.

Mi niñez fue pequeña
siempre carecí de tiempo.
He aquí mi más grande venganza:
Mis ojos observan todo
con implacable sorpresa.
He aquí mi perdición.

Mis viejos me pusieron
un libro en mis
manos.
Alabados sean.
Me enseñaron un gran
secreto.
El juego consiste en abrirlo
en cualquier página.

Ellos decían que DIOS
habla siempre.

Yo entendí tarde que
nosotros robamos
a cualquiera
el mejor de los
significados

que la rebeldía consiste
en eso.

el libro me lo dieron
las palabras
y el poema
son míos.
¿Qué hago con los sueños que
se me rompieron en las vísperas de sus
comienzos?

¿Qué hago para que el
amor (nos) sea suficiente?

¿Qué hago con tanta ficción
enmarañando mi salud?

¿Qué hago con
tu sombra
que se adhiere a
mi sonrisa,
con el deseo que se instala con
las ganas que me
arrastran, con la sed,
con el tiempo?

¿Qué hago con mi vida,
estos pasos inoportunos,
esta (im)posibilidad de
dejar de moverme?
Ya somos muchos
los que nos preguntamos
por la náusea.

Me encierro entre las pieles
de mi cuerpo
de una casa que es
sensible al sol.

Cómo volver a
habitar el espacio.

Cómo purgar el dolor.

Cómo caminar la desmemoria
de un puente que no se
construyó.

Y cómo sostener lo imposible
cuando de aquello
apenas tenemos escombros.


Compañera,
no me desandes.
Vengo de escarbar la tierra
y el barro me tiene hundida
en su vasta complejidad.

Compañera,
no me desandes.
Llego completa de fantasmas,
llena y desarmada.

En la calle circulan los gritos de los cuerpos que buscan almas,
entre tanto vacío
tiemblo.

Compañera,
no me desandes,
estoy desde siempre,
tenés que saber que antes
y después del tiempo
yo ya salí a buscarte.

Cuesta escuchar
las miserias de una voz
las sombras de las palabras
que se arrastran.
Ellas nacen de mi pecho
que deglute sin procesar
que saborea sin saber.

Compañera,
no hay señal
solo silencio.

Inventario

Por un momento pensé
que las cosas entre nosotras
se acabarían.
Así, como acabaste vos
con ella
no con la anterior
sino con la del medio
la de la mitad de
la semana
en la mitad de la noche.
Pensé que se acabaría,
porque nuestra destreza
en el asunto
siempre tuvo un tinte
épico,
más allá del porno,
más allá del margen,
tan imprevisible y esperado
tan espontáneo y continuo.

La primera vez que te amé
escuché tu gemido
latiendo en la rampa
de mi cochera.

Picantes, incansables, insaciables
tus piernas enredadas en
las mías,
mis pelos mojados que son
tan parecidos a los tuyos
que se siente tan correspondido
el calor que emanamos
se acabaría.

Porque ya habíamos acabado
en el techo de tu casa
en tu cama
tu otra cama
y la mía
la rampa ya la conté
me falta el piso de la baulera
en el segundo
y el tercer
subsuelo
en un baño con gente afuera
en una lectura de poesía
y casi lo hacemos
en el subte, en el bondi,
a los gritos, calladas, amenazadas, atadas y dadas vuelta.

Y separadas,
cada una en presencia
mediática.
en el baño del trabajo,
en el baño de puan,
en la biblioteca,
en la casa de tu amigo
y quedan tantos
tantos lugares más donde
estremecernos que
tengo otra certeza.

Así como acabamos
y volvemos a empezar
la muerte es siempre
pequeña.

Si nos volvemos a ver,
creo que voy a poder
empezar a quererte
por lo que sos
y no por lo que
pienso y espero
es decir,
duele la fantasía rompiéndose
pero todxs sabemos que
no hay ficción
que valga la pena
si no se crea
a partir del desgarro de
la realidad.
Te quiero con tus demonios
y mis miedos,
porque cuando se juntan
se destruyen
para que podamos
mirarnos.
Siempre fui la última
de la fila
de la espera
del amor después del amor
siempre me quedó la sensación
de no haber entendido
por ejemplo
porqué si mirándote a
los ojos nace un mundo
porqué es tan difícil
mirarte.
Me es imperdonable: camino
con la vaga sensación de
que fracasé.
Digo,
en esto de ser
tan última en la fila
tan última en la espera
tan primeriza en el amor.
Lo primero que nos ocurrió fue el destiempo. Nos observamos sobre la niebla y cada una tan perdida en la secuencia, nos observamos y... No lo supiste entonces, pero yo te esperé en la esquina que no
me otorgó ni un segundo de tu boca. Esperé sabiendo que no llegarías, porque estaba de pie y eso me gustaba. Capaz no lo entendés, no tendrías porque saber de mi declaración de guerra: llegué tarde al mundo, todo me sucede con esa infrenable consecuencia.

No pienses que me duele el desamor, nada acá tiene que ver con las ausencias. Tu presencia en el epicentro del deseo, tu sombra pegada en mis párpados: eso es lo que me duele. Yo que me temía incapaz de entregarme lentamente fui cayendo en la vorágine de los minutos que no me pertenecen.
En esta tormenta de todo lo que no controlo el cuerpo no deja de cuestionarte.

Sos una noche excitante de mi niñez, sos los monstruos y los escondites oscuros, el cuento de terror que me tapo con las manos para no seguir escuchando.

Lo que no nos dijeron los poetas, es que un espejismo puede lastimarnos.

Sabes quiénes somos puede ser un acto revolucionario, pero vieron que a veces también se los confunde con un ataque terrorista.

Fue tanta la identificación que no pude entender que mis ojos veían lo que veían. Se quebró, sí, sentí como tu cuerpo volvía a ser tu cuerpo lejos del mío.

Siempre voy a estar agradeciéndote los poemas y que me hayas sacudido tanto pero tanto que ya no hay esquemas que me aguanten. Gracias, entonces, por la libertad de las palabras, los oídos infinitos, la sinceridad cercana. Gracias por esta euforia que me vuelve grande a puñetazos y reivindica una antigua indignación. No recordaba el vértigo de estar sumergida en el tiempo.

Corazón, no te duelas.
Yo escribo.
Y ya estoy salvada de la muerte, del amor
y de la vida.

Compartimos el mismo corazón,
cuando tu mirada pasa
de mi boca, del deseo,
a mis ojos
siento que compartimos
el mismo corazón,
que un alma vieja nos habita,
y de tan solitaria y añeja,
con tan simple encuentro
se regocija y enternece.

Las dos sentimos,
sobre todo,
que excedemos el lenguaje
no es necesario emitir sonido,
una comunicación profunda
emana de las pupilas.
Todo este tiempo ha sido
acompañado por un reflejo
como si queriéndote
hubiese aprendido a amar
mis sepulcros.


¿Podría quizás, aunque sólo fuese momentáneo, entregarme al movimiento eterno, sin orden ni respiro, que supone tu cuerpo?

Tengo la sensación de estar sumergida en el agua, cuya inmensidad me tranquiliza al mismo tiempo que me succiona.

Me siento a mirarte desde la fina capa de la superficie, tocándote siempre con una capa de humedad (in)propia.

Desde la primera vez que tuve miedo (aquello duró tanto que aún hoy no se ha ido) olvidé por completo cómo sorprenderme.




Me aterra tu fascinación porque me creo incapaz de la misma.




No merecés amar mi muerte
Te has vuelto indescifrable
No alcanzo a tocarte en este abismo de muerte,
Ni en el abrazo desesperado
Con intenciones desgarradas.
No vas a interrumpir mi calma,
Llevo años con la muerte clavada en los ojos.
Tu grito de cachorro escondido
Me pesa en la mitad de la sonrisa.
No busques salvarte,
En principio nunca,
Y menos
En estas manos
Que están recién volviendo a improvisar
Los temblores del deseo.


Ven a verme en la mañana,


Ven a visitarme cuando aún no me he vestido,


cuando aún no he tenido tiempo de armarme.


Sorpréndeme con el cuerpo desierto, deshabitado.


Encuéntrame en este infierno áspero, donde las palabras sin piel se pronuncian o se inscriben sin pedir permiso


Obsérvame en este delirio cruel que no conoce tu abrazo,


que no sabe ni responderte las caricias.


ahí donde las palabras disfrutan del caos de mi mente y se agrupan en mi mano para reírse,


ahí donde mi lengua se acurruca en los cadáveres que no han sabido caer de mi boca,


acuéstate en la profundidad de mis fantasmas,


absuélveme de la posibilidad de significar algo,


espérame en las sombras de mis pestañas


que estoy todavía muy lejos negra,


que estoy todavía muy perdida negrita,





y quiero encontrarte.


Me dirijo a tu encuentro de la única forma que sé hacerlo: sucia. La mugre en mis labios se condensa como la única verdad que habita mi cuerpo. Toda mi vida es un tejido inmenso de ficciones que fui inventando para poder quererte, para que existiera aunque sea esa pequeña posibilidad.


Mis piernas tiemblan. Camino con la mirada perdida en las patentes de los autos inoportunos. Camino con la certeza de una fragilidad anticipada: la magia de las palabras siempre puede acabarse, la magia de las palabras se termina cuando alguien pide explicaciones.


Esta es mi condena: nunca podré ser auténtica. Nunca podré besarte sin sentir culpa. Nunca podré no besarte. Nunca podré.


Cuando era pequeña, cuando aún jugaba en el piso y construía la ficción, es decir, antes de que ella me construyera a mí con sus deberes y tareas, con la responsabilidad de un futuro intangible e impropio, yo que cuando jugábamos a la familia siempre quería ser el perro, yo que crecí con un solo mejor amigo, en lo inacabable de mi llanto, ya presentía la inefable consecuencia.


“No quiero crecer nunca, mamá.” te dije, y vos vieja, me mentiste. Me dijiste que no había nada más hermoso. Yo te escuché pelear en la cocina con mi hermano y supe que crecer implicaba el desarraigo, pero vos insististe. No hay nada más hermoso.


Mis piernas tiemblan. Camino por las calles y tengo miedo de encontrarla, le tengo miedo a su decepción, le tengo miedo a su pupila enojada rodando por los pasillos de la memoria, le tengo miedo a su pupila fundida en el agua de lo inamovible. Es decir, le tengo miedo a las explicaciones. Sin embargo, sigo el camino hacia tu casa, sigo el camino hasta quedar inundada de nuestra imposibilidad.


Necesito que sepas una cosa. Es pequeña, es absurda, pero es necesaria. Cuando miro mis ojos reflejados en el espejo, cuando la contradicción se enfrenta a la correspondencia, casi siempre encuentro en una esquina un rumor. Necesito que me ayudes a descifrar si es que aún sigo gritando, o hay algo adentro mío tan muerto, tan callado, que empaña a mis ojos de un ruidoso silencio.


Necesito que sepas que esta angustia no conoce puente, ni salvación, ni poner en pausa (siempre me agarra desprevenida). Los ojos de mi madre están lejos en el tiempo, sonriendo al aire, pensando en lo que nunca fui.


Necesito que sepas que esta angustia sólo conoce de puntos de fuga. Por ejemplo, tu abrazo que llaga latiendo, tu abrazo que llega agitado, por ejemplo, su calidez que viene a besarme las miserias.


Mi mundo sigue lleno de juguetes, porque es ahí, en donde construimos lo que no puede existir, es ahí, donde nos olvidamos del miedo, es ahí, en esa infantilización incrédula, inocente, ingenua, que crecer puede ser hermoso.


Marga es pequeña cual bizcocho de arroz.

Morena, morenita, la arena que viene después de la gran ola se adhiere a sus tobillos con firmeza, penetra en la redondés de sus muslos, equidistantes, inaccesibles.

Marga sentada en una silla de paja. O un sillón pequeño, con los pies desnudos, y un montón y medio de rulos que me esconden la mirada. Suele abrir las piernas para sentarse, una apertura que es un equilibrio inexorable, delicado, como la luz tenue.

El gato es un dios griego. Sale al balcón y nos mira, después juega solo, se persigue y cuando se cansa, intenta atraparnos. Todos estamos sentados en círculo, sin mirarnos las caras. Los pensamientos son, en la noche, un rincón hermético de agua estancada.

Mi cuerpo flota en el humo del cenicero. Decidí desde temprano que era mejor que la gravedad misma gobernara, sobre todo si las gotas de sudor insistían en robarnos el aliento. Decidí levitar en la suavidad del torso que a veces conquisto, y al fin y al cabo, me pertenece. Mi torso blanco, mi torso humo, mi torso agua.

Marga se desliza lentamente al lado mío. Me observa. El esternón se pierde y renace, infinitas, incontables, veces. Todos discuten. Las cartas nos mienten y nos enredan, en una luz incesante. El dios griego golpea la ventana, al mismo tiempo que ignora la puerta abierta. Mis labios resecos, miran desde arriba sus pestañas negras.

Marga es pequeña como un pez de bronce hundido en el almohadón del piso. Me toca el pecho blanco, dice que el contraste de los pelos la perturba. Mientras las vestiduras del antiguo dios me son extirpadas, este nos observa, siempre fuera de escena. Marga tiene la manía de recoger los pelos por el extremo, aprieta, es decir, hunde su dedo para lograr el efecto. Cuanto más presiona, más avanza sobre la blancura tiesa, que se contrae y se relaja, despacio, sobre el tiempo. Miro la mesa. Todos siguen hablando.

Marga que es pequeña como su concentración, se aburre y toma la palabra. El gato, en el balcón, se acuesta.
Me absuelvo. Sí. Yo, a mí misma. 
Me absuelvo del mundo, me entierro. 

Que no haya más, he dicho. 
Que no haya más, repito. 
Me fui a buscar otra cosa, cualquier cosa. 
La realidad (al llegar la noche) no alcanza. Es decir, o no nos completa, o nos desborda. 

Me absuelvo de las palabras, grité y tiré tan fuerte y tan lejos la birome, que pensé que la había mandado a otro mundo. Por eso me puse a buscarla, como tejiendo una esperanza. 

Para mí hay dos momentos de existencia. El primero consiste en perderse, en entregarse al juego de las palabras (im)propias, extranjeras, huidizas. Consiste en empaparse el cuerpo de un lenguaje ajeno, y empaparse bien, algo así como una entrega absoluta. Pero sobre todo radica en apropiarse de la lluvia como quien nombra lo que (des) conoce, como quien se resbala y patina, como quien baila frenético con la certeza de que la mirada ya no importa. Se basa en el nacimiento, en la creación de una (nueva) posibilidad, en una expresión que te mira por primera vez. Es, ante todo, el compás que rompe el tiempo, es decir, la lectura. 

El segundo momento son los cuerpos que se abrazan, el hueso de la clavícula, la punta de un pezón, y los dedos que se mueven, las caderas que torsionan, y se pierden. Todo lo que es música trasciende el límite de la piel, todo lo que es música nos trasciende y existir siguiendo ese movimiento es un poco reinventar nuestra piel. Entrar en contacto con otro cuerpo, para desintegrarse en el fondo oscuro de la memoria, mientras la música se acrecienta: ahí donde el compás vuelve a romper el tiempo, vuelvo a existir en ese encuentro, es decir, nos abrazo. 

El resto de mi existencia consiste en un intento fallido, que quiere decir, 
que quiere ser 
y como no puede, escribe.


¿Dónde?


Yo fui una vez un cuerpo triste, disminuido, hasta el borde de la ausencia. Rasgado hasta el borde del reproche. Con tímidas manos extendí una hoja frente a ojos penetrantes, en esos tiempos todavía creía que podía salvarme. Después, entré al mundo, me volví un acto necesario. Es decir, logré calmarme.

Frente a la incertidumbre, siempre termino eligiendo leer. Me dispongo a huir de mi voz, replegándome, porque esa voz me resulta ajena (siempre estoy huyendo de algo, de lo pronunciado, de lo que me mira, de todo lo que amenace con encontrarme). Necesito escribir para poder escucharme desde otro lado. El tono agudo de mi fisonomía (la piel nunca me ha dejado escapar) me resulta falso, como si la gravedad con la que respiro no se reflejara en ella. Por eso me repliego, me olvido, huyo.

Decir la verdad, intentar decir la verdad ahora. Todo me lleva, todo nos lleva al pozo del cielo. Hay que aceptar la incierta condición de reflejo, hay que desconfiar de todo lo que no cambie, hay que desconfiar de todo lo que no pueda ser atravesado. Esa tensión que hay entre nuestros cuerpos, nuestras mentes, esa funesta dualidad es lo único sublimado, lo único tangible. No podés estar a favor o en contra de la ficción, simplemente existe. Somos ese desplazamiento de los roles, esa proyección de la palabra. ¿Dónde estamos?

Miro al mundo desde el primer asiento (la mirada nunca percibe lo evidente) con un cinismo cruel que no me permite tocarte. Ni llorar a tus pies, abrazando tus muslos, como el cuerpo pequeño que fui, pero que me permite tenerte (nunca te gustó aquello que te recordara a vos, que actuara como reflejo de un cuarto gris donde te arrodillaste, donde imploraste, donde confiaste. Nunca te gustó saber que te dormiste con la esperanza de despertar y no sentir lo endeble de la carne). No te alarmes, yo también subsisto con culpa de convento.

Enfrentarme a la angustia de saber que te escribo (sí, te interpelo) con palabras prestadas ¡sí! Me leo con palabras ajenas, combato contra significados impuestos. La voz no es mía, las palabras tampoco. Te irrita en el fondo, yo lo sé, mi incapacidad de volverme objeto, tu impotencia es ante todo eso: mi incapacidad de mantener una forma (no, tampoco me puedo comprometer con eso). Ya sé, que todo es intenso, demasiado intenso así y que la sublimación de los cuerpos, la solidez de los cuerpos, es necesaria. Pero, recalco, PERO eso no los salva de la extensión, los cuerpos que están sujetos a la solidez no se salvan tampoco de la extensión, de deformarse. Uno reconoce los fantasmas, no la forma, de esa pintura extensa que posada sobre el pavimento se arrastra y en un susurro pregunta “¿Dónde estas?”

Lo que terminamos por encarnar fue lo único en que no fuimos sinceros. Mi enunciación se entrelaza en el intento desesperado de decir, en esa inversión que se generó sola. La ventana por la que miro, la luz que entra, la tierra. Sentir mi cuerpo disminuido. Urgar el barro, encontrar vidrios. Ver en los vidrios espejos. Ver en los espejos una mujer apretando su vientre. Entender que todos tenemos un peso muerto sin enterrar. Entender mi cuerpo en toda su extensión. Alzarlo, alzarme. Apretar mi vientre. Sentir profundamente la necesidad. Escribir. No postergar el momento para subsistir, desligarse en el barro del miedo, pensar con el cuerpo: escribir.


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