A mí me habían dicho que la mujer tan solo puede entender
del amor. La amistad no es algo aprehensible para nosotras. Me dijeron, que en
la maternidad estaba nuestra llave y nuestro destino: nuestra explicación. Que
la mujer al engendrar hijos vive a cuestas de su felicidad, se siente realizada
en el otro. Que nuestra virtud residía en el poder ver el niño – la inocencia,
la pureza- que esconde cada hombre en su pecho. Esto me lo dijo un viejo amigo.
Y si bien yo lo creo muy antiguo como para comprender mi – nuestra- realidad
cotidiana y lo siento demasiado lejano de los magnos corazones – que quizás le
fueron vedados conocer- y por lo tanto
incapaz de palpar muchas grandezas que nos conciernen, también lo considero muy
sabio. Mal que mal, hay cierta verdad que rigen sus palabras. Probablemente, a
causa de una tradición, de una cultura que venimos arrastrando, creyendo,
consumiendo. Porque él bien sabe que tal cosa como la verdad, no existe.
Cuando yo era pequeña, allá
en los lejanos solsticios de mi niñez,
corría fresca y venturosa en busca de amistades. Amistades sin nombre, dado que
nunca pude recordar aquellos detalles – para mí insignificantes. Tengo, por
consecuencia, baúles repletos de colores y animales favoritos, de risas y
mundos ilusorios, eternamente efímeros. No es la literalidad que les tocó vivir
a todos – pero sé en el fondo que es la realidad de muchos. Los que excavamos
en las profundidades, siempre estamos solos. Yo lo viví al pie de la letra y
nunca en mi historia ningún amigo llegó para quedarse. Eso sí, los amé
intensamente a todos. Más o menos merecidamente, por mayor o menor tiempo.
Ninguno paseó a mi lado sin dejar su mano, pintada con acrílico, sobre la
columna vertebral de mis memorias.
No me quejo. Nunca me quejo
de mi soledad. Podrá ser muy densa la egoísta esa, pero bien que me acaricia
todas las noches, bien que siempre está hecha almohada, hecha pluma, la muy
hermosa. Bien que se vuelve camino, la muy fiel. En los momentos precisos se
vuelve ventana y a ella me asomo sobre los abismos de los cuerpos, tocando las
gargantas y clavículas de los que frente a mí reposan. Miré muchos estanques y
no les voy a hacer perder tiempo hablando de agua podrida. Es verdad que en
muchos pechos hallé niños sedientos, niños ocultos y tras mamparas, niños
muertos. Como también pude hallar varios con los que bailé hasta que mis
piernas temblaran de infinito gozo. Con el tiempo, a su vez, fui encontrando
bocetos de niñas que no arrojaban – se negaban a desechar- su caparazón, y
estas eran entre todas las mujeres, las más humanas. En resumen, pude encontrar
pocas personas, entre tanta gente. Sin embargo, lo descabellado, es que siempre
a mi lado tuve – y hoy puedo afirmar que tendré – a la mujer-niña por
excelencia. Ella es para todos nuestros sentidos, escandalosa belleza. Es tan
simple como un gorrión que vuela acariciando las ramas de los árboles, y es tan
fuerte, que en el agua de sus ojos, uno puede alimentarse y recomponerse. Es
así, la mujer-niña, porque nunca impidió que la vida la atravesara. Imagínense,
se tambalea entre las cuerdas que ella misma teje. Yo sé que mi viejo amigo
diría que es débil al tan sólo verla. Quizás yo la quiero demasiado. Pero para
mí ella está comprometida con lo que mi amigo llama vida. Y como bien sabe, no
está acostumbrada a vivir, está acostumbrada al amor. La mujer-niña es la
encarnación del amor, y sabe luchar mejor que cualquiera de mis palabras.
-¿Por qué llora la
mujer-niña?- Me animé un día a preguntar. Sus labios se cerraron y no emitieron
palabra. Su corazón flaqueaba y yo que sólo sé ser viento. Nunca me pudo
confesar una pena. Un poco por esto de su inmadurez, de su incapacidad de ver
más allá del alma, su cuerpo. Nunca pudo crecer ese paso y entender que se
estaba deshilachando. ¿Cómo no se le iban a caer las manos en pedazos cuando
ella había construido un mundo entero? No me van a decir que no tiene voluntad
de crear, lo que no sabe es el poder de sus actos. Si tan solo pudiera hacerse
cargo, el lego se volvería cimiento firme contra los fantasmas de su pasado. Yo
bien sé que a la noche, a las cuatro en punto de la mañana, la humareda se
dirige a agitarle el manso sueño. ¿Cómo
no iban a rasgársele las cuerdas vocales? Si ella grita con los ojos, con el
cuerpo y la mirada en busca de justicia. Es un poco desordenada ¡Ustedes no la
entienden! A veces se olvida de ponerse de acuerdo con lo que piensa y recae en
contradicciones. Se me eriza la piel cuando así sucede, y ella que siempre ríe.
Sabe reír mejor que cualquiera. Sus dientes soportan la angustia, contienen
toda la aflicción que estalla en el aire con la sonoridad de mil amaneceres.
Ella que sin filtro se deja atravesar ¿Cómo no iba a llorar?
Ese día que la vi tan
triste, no lo quise dejar pasar. Pero de nada sirvió. Verán, yo la abracé con
la fuerza con la que rompen todas las olas de Mar del Plata la amarillenta
arena. Cerré mis ojos y me concentré ahí, donde el límite es tan difuso que
todo es evidente. Por mi mente desfilaron en aquel momento jardines infinitos,
donde apenas había espacio para el pasto porque las flores brotaban y se
reproducían bajo el sol ardiente y una suave brisa. Luego, las jirafas corrían
jugando por los parques y ella se acercaba a acariciarlas y a degustar las
flores. El cielo se teñía de blanco para que sus pasos dibujaran colores que el
ser humano todavía no conoce y que son más hermosos y tangibles. La noche la
abrazaba con plumas ligeras y los astros le cantaban aquellas melodías de su
infancia que tanto le gustan y que nunca supo olvidar. Todo fue en vano. Abrí
los ojos y la mujer-niña ni un segundo había podido descansar. Sus ojos
hinchados y su pera empapada seguían intactos.
Entonces sentí que ya nunca
podría dejar de abrazarla.