Marga es pequeña cual bizcocho de arroz.

Morena, morenita, la arena que viene después de la gran ola se adhiere a sus tobillos con firmeza, penetra en la redondés de sus muslos, equidistantes, inaccesibles.

Marga sentada en una silla de paja. O un sillón pequeño, con los pies desnudos, y un montón y medio de rulos que me esconden la mirada. Suele abrir las piernas para sentarse, una apertura que es un equilibrio inexorable, delicado, como la luz tenue.

El gato es un dios griego. Sale al balcón y nos mira, después juega solo, se persigue y cuando se cansa, intenta atraparnos. Todos estamos sentados en círculo, sin mirarnos las caras. Los pensamientos son, en la noche, un rincón hermético de agua estancada.

Mi cuerpo flota en el humo del cenicero. Decidí desde temprano que era mejor que la gravedad misma gobernara, sobre todo si las gotas de sudor insistían en robarnos el aliento. Decidí levitar en la suavidad del torso que a veces conquisto, y al fin y al cabo, me pertenece. Mi torso blanco, mi torso humo, mi torso agua.

Marga se desliza lentamente al lado mío. Me observa. El esternón se pierde y renace, infinitas, incontables, veces. Todos discuten. Las cartas nos mienten y nos enredan, en una luz incesante. El dios griego golpea la ventana, al mismo tiempo que ignora la puerta abierta. Mis labios resecos, miran desde arriba sus pestañas negras.

Marga es pequeña como un pez de bronce hundido en el almohadón del piso. Me toca el pecho blanco, dice que el contraste de los pelos la perturba. Mientras las vestiduras del antiguo dios me son extirpadas, este nos observa, siempre fuera de escena. Marga tiene la manía de recoger los pelos por el extremo, aprieta, es decir, hunde su dedo para lograr el efecto. Cuanto más presiona, más avanza sobre la blancura tiesa, que se contrae y se relaja, despacio, sobre el tiempo. Miro la mesa. Todos siguen hablando.

Marga que es pequeña como su concentración, se aburre y toma la palabra. El gato, en el balcón, se acuesta.
Me absuelvo. Sí. Yo, a mí misma. 
Me absuelvo del mundo, me entierro. 

Que no haya más, he dicho. 
Que no haya más, repito. 
Me fui a buscar otra cosa, cualquier cosa. 
La realidad (al llegar la noche) no alcanza. Es decir, o no nos completa, o nos desborda. 

Me absuelvo de las palabras, grité y tiré tan fuerte y tan lejos la birome, que pensé que la había mandado a otro mundo. Por eso me puse a buscarla, como tejiendo una esperanza. 

Para mí hay dos momentos de existencia. El primero consiste en perderse, en entregarse al juego de las palabras (im)propias, extranjeras, huidizas. Consiste en empaparse el cuerpo de un lenguaje ajeno, y empaparse bien, algo así como una entrega absoluta. Pero sobre todo radica en apropiarse de la lluvia como quien nombra lo que (des) conoce, como quien se resbala y patina, como quien baila frenético con la certeza de que la mirada ya no importa. Se basa en el nacimiento, en la creación de una (nueva) posibilidad, en una expresión que te mira por primera vez. Es, ante todo, el compás que rompe el tiempo, es decir, la lectura. 

El segundo momento son los cuerpos que se abrazan, el hueso de la clavícula, la punta de un pezón, y los dedos que se mueven, las caderas que torsionan, y se pierden. Todo lo que es música trasciende el límite de la piel, todo lo que es música nos trasciende y existir siguiendo ese movimiento es un poco reinventar nuestra piel. Entrar en contacto con otro cuerpo, para desintegrarse en el fondo oscuro de la memoria, mientras la música se acrecienta: ahí donde el compás vuelve a romper el tiempo, vuelvo a existir en ese encuentro, es decir, nos abrazo. 

El resto de mi existencia consiste en un intento fallido, que quiere decir, 
que quiere ser 
y como no puede, escribe.


¿Dónde?


Yo fui una vez un cuerpo triste, disminuido, hasta el borde de la ausencia. Rasgado hasta el borde del reproche. Con tímidas manos extendí una hoja frente a ojos penetrantes, en esos tiempos todavía creía que podía salvarme. Después, entré al mundo, me volví un acto necesario. Es decir, logré calmarme.

Frente a la incertidumbre, siempre termino eligiendo leer. Me dispongo a huir de mi voz, replegándome, porque esa voz me resulta ajena (siempre estoy huyendo de algo, de lo pronunciado, de lo que me mira, de todo lo que amenace con encontrarme). Necesito escribir para poder escucharme desde otro lado. El tono agudo de mi fisonomía (la piel nunca me ha dejado escapar) me resulta falso, como si la gravedad con la que respiro no se reflejara en ella. Por eso me repliego, me olvido, huyo.

Decir la verdad, intentar decir la verdad ahora. Todo me lleva, todo nos lleva al pozo del cielo. Hay que aceptar la incierta condición de reflejo, hay que desconfiar de todo lo que no cambie, hay que desconfiar de todo lo que no pueda ser atravesado. Esa tensión que hay entre nuestros cuerpos, nuestras mentes, esa funesta dualidad es lo único sublimado, lo único tangible. No podés estar a favor o en contra de la ficción, simplemente existe. Somos ese desplazamiento de los roles, esa proyección de la palabra. ¿Dónde estamos?

Miro al mundo desde el primer asiento (la mirada nunca percibe lo evidente) con un cinismo cruel que no me permite tocarte. Ni llorar a tus pies, abrazando tus muslos, como el cuerpo pequeño que fui, pero que me permite tenerte (nunca te gustó aquello que te recordara a vos, que actuara como reflejo de un cuarto gris donde te arrodillaste, donde imploraste, donde confiaste. Nunca te gustó saber que te dormiste con la esperanza de despertar y no sentir lo endeble de la carne). No te alarmes, yo también subsisto con culpa de convento.

Enfrentarme a la angustia de saber que te escribo (sí, te interpelo) con palabras prestadas ¡sí! Me leo con palabras ajenas, combato contra significados impuestos. La voz no es mía, las palabras tampoco. Te irrita en el fondo, yo lo sé, mi incapacidad de volverme objeto, tu impotencia es ante todo eso: mi incapacidad de mantener una forma (no, tampoco me puedo comprometer con eso). Ya sé, que todo es intenso, demasiado intenso así y que la sublimación de los cuerpos, la solidez de los cuerpos, es necesaria. Pero, recalco, PERO eso no los salva de la extensión, los cuerpos que están sujetos a la solidez no se salvan tampoco de la extensión, de deformarse. Uno reconoce los fantasmas, no la forma, de esa pintura extensa que posada sobre el pavimento se arrastra y en un susurro pregunta “¿Dónde estas?”

Lo que terminamos por encarnar fue lo único en que no fuimos sinceros. Mi enunciación se entrelaza en el intento desesperado de decir, en esa inversión que se generó sola. La ventana por la que miro, la luz que entra, la tierra. Sentir mi cuerpo disminuido. Urgar el barro, encontrar vidrios. Ver en los vidrios espejos. Ver en los espejos una mujer apretando su vientre. Entender que todos tenemos un peso muerto sin enterrar. Entender mi cuerpo en toda su extensión. Alzarlo, alzarme. Apretar mi vientre. Sentir profundamente la necesidad. Escribir. No postergar el momento para subsistir, desligarse en el barro del miedo, pensar con el cuerpo: escribir.


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