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Frente a la incertidumbre, siempre termino eligiendo leer. El aire me falta, y son las letras que se acumulan en mis pulmones las que no me dejan respirar, son las palabras no expiradas las que condensan el aire. “Hace mucho que no escribís”, me dice. “No tengo tiempo” contesto. Mientras, miro a la ventana como esperando que el tiempo irrumpa, así como irrumpe la luz, abarcándolo todo. Insisto en mirar las macetas, como si fuera a encontrarlo escondido en la tierra. Me pregunto cuántas cosas habré enterrado. Me dispongo a huir de mi voz, replegándome en mí, porque esa voz me resulta ajena (siempre estoy huyendo de algo, de lo pronunciado, de lo que me mira, de todo lo que amenace con encontrarme). Necesito escribir para poder escucharme desde otro lado. El tono agudo de mi fisonomía (la piel nunca me ha dejado escapar) me resulta falso, como si la gravedad con la que respiro no se reflejara en ella. Por eso me repliego, me olvido, huyo.


No puedo evitarlo. Tarde o temprano las letras se resbalan como brotando de los tajos en mis dedos, que se mueven espasmódicos (mis dedos, los tajos siempre están ahí, quietos), se vuelven una invención constante, que empieza cuando cree terminar. “¿Por qué no escribís un diario?” me preguntas con tu tono absurdo. Me obligas a pronunciarme, me perseguís en mi escape. Tu tono es absurdo por la negación que implica no entender, no querer entender con esa pregunta, que es tiempo lo que falta, no hojas, no experiencias. No me falta la bronca, ni la angustia en las palabras, no me falta tampoco un amor desesperado (intento de sentimiento) que ingenuamente se entregue a tus ojos, con toda la contradicción de su existencia. Además, todos sabemos que los mejores diarios son los que se escriben para no ser leídos. El ser que se desnuda brutalmente, el placer de ser un testigo no deseado. El morbo.


Yo fui una vez un cuerpo triste, disminuido, hasta el borde de la ausencia. Rasgado hasta el borde del reproche. Con tímidas manos extendí una hoja frente a ojos penetrantes, en esos tiempos todavía creía que podía salvarme. Después, entré al mundo, me volví un acto necesario. Es decir, logré calmarme.


Miro al mundo desde el primer asiento (la mirada nunca percibe lo evidente) con un cinismo cruel que no me permite tocarte. Ni llorar a tus pies, abrazando tus muslos, como el cuerpo pequeño que fui, pero que me permite tenerte (nunca te gustó aquello que te recordara a vos, que actuara como reflejo de un cuarto gris donde te arrodillaste, donde imploraste, donde confiaste. Nunca te gustó saber que te dormiste con la esperanza de despertar y no sentir lo endeble de la carne). No te alarmes, yo también subsisto con culpa de convento.


De a momentos pareciera que no me conoces. “¿Por qué no escribís un diario?” Yo, que no me puedo comprometer con nada (no por miedo, la existencia en sí es algo que me limita) ¿cómo voy a escribir un diario? ¿Cómo me voy a comprometer conmigo? Siempre insistís, siempre andas con preocupaciones referentes a la sublimación de los cuerpos. Te irrita en el fondo, yo lo sé, mi incapacidad de volverme objeto, tu impotencia es ante todo eso: mi incapacidad de mantener una forma (no, tampoco me puedo comprometer con eso). Ya sé, que todo es intenso, demasiado intenso así y que la sublimación de los cuerpos, la solidez de los cuerpos, es necesaria. Pero, recalco, PERO eso no los salva de la extensión, los cuerpos que están sujetos a la solidez no se salvan tampoco de la extensión, de deformarse. Uno reconoce los fantasmas, no la forma, de esa pintura extensa que posada sobre el pavimento se arrastra y en un susurro pregunta “¿Dónde estoy?”


Decir la verdad, intentar decir la verdad ahora. Todo me lleva, todo nos lleva al pozo del cielo. Hay que aceptar la incierta condición de reflejo, hay que desconfiar de todo lo que no cambie, hay que desconfiar de todo lo que no pueda ser atravesado. Esa tensión que hay entre nuestros cuerpos, nuestras mentes, esa funesta dualidad es lo único sublimado, lo único tangible. No podés estar a favor o en contra de la ficción, simplemente existe. Somos ese desplazamiento de los roles, esa proyección de la palabra. ¿Te acordás cuando estaba preocupada por cuál tragedia encarnar? Fue la idea de transgredir, la idea de elegir a la ciudad, porque me estaban desalojando la construcción propia, comprometerme por primera vez, no abandonarla. Fue el hecho de que las instituciones ya están de por sí demasiado sacralizadas; y la verdad es que se torna insano y desconfío de todo aquello a lo que le pueda cuestionar su espontaneidad. No hubiese sido natural seguir la tradición. Ahora, que elegí quedarme, que tengo que hacerme cargo de mi compromiso, quiero organizar una revolución. O varias, pero sí empezar con la revolución de la parte que se subordina en la oración. Porque nadie reclama su derecho de ser tan sujeto como cualquiera. Las palabras condenan a las palabras, y que sean de la misma especie no es noticia nueva, pero me lo imaginé con detalles y todo, para tan sólo sacar en limpio que no es tiempo lo que me hace falta, sino fuerza para enfrentarme a la angustia de saber que te escribo (sí, te interpelo) con palabras prestadas ¡sí! Me leo con palabras ajenas, combato contra significados impuestos. La voz no es mía, las palabras tampoco. ¿Dónde estoy? Es tan natural en mí el llanto que a veces pienso en el arroz que se escondía en un cristal, con una pequeña letra escrita, lo suficientemente grande para ser contenida por un solo arroz, y las gotas se vuelven en mis mejillas minúsculas letras que desordenadas se desparraman hasta llegar a mi boca, hasta hacerme sentir ese gusto a infancia, tan inefable.


La revolución era algo insólito. Ganaban todos, posta, los signos de puntuación se aliaban, todos coincidían, la coherencia y la cohesión ponían casa para festejar, ya no había límites para la poesía, que invadía todo, la evaporización de las formas instalaba su veredicto. El silencio, despojado de sus sábanas solemnes, con implacable certeza, se desplazaba, se disolvía para perder su gusto a derrota, para ser sustento. La apropiación sucedía, porque se materializaban los vacíos, los espacios de posibilidad para emerger desde otro punto, desde otra perspectiva.


La metáfora sirve entonces, hasta cierto punto (de este lado la puntuación es todavía ortiva). Y lo que se sublimó, yo me la veía venir, sólo consiguió materializar una ausencia. Aquella que se perpetúa en el terror de acercarse para sentir la distancia. En tu mano, sólida piel en la que transcurro, en la que transito tus dedos inconscientes, para perderme en la certeza de un cuerpo que cae sin poder elegir dónde. Lo que terminamos por encarnar fue lo único en que no fuimos sinceros. Mi enunciación se entrelaza en el intento desesperado de decir, en esa inversión que se generó sola. La ventana por la que miro, la luz que entra, la tierra. Cuántas cosas habré enterrado.


Hurgar en el barro, tajearme los dedos espasmódicos con vidrios. Ver en los vidrios espejos. Ver en los espejos una mujer apretando su vientre. Entender que todos tenemos un peso muerto sin enterrar. Que me limpies la cara manchada con barro, otra vez. Sentir mi cuerpo disminuido, pararme. Alzar el espejo conmigo. Apretar mi vientre. Sentir profundamente la necesidad. Escribir. No postergar el momento para subsistir, no tener más miedo. Escribir, para que otros puedan seguir existiendo.



¿Dónde estoy? Adentro, adentro, adentro.

(relato de)

Qué ingenua. Me quedé temblando cuando la vi y supe, fue la certeza lo que me impresionó, que nada sería a mí modo. Alcé las manos en alto intentando sostener la gran piedra que venía a instaurarse en un hueco de mi cuerpo. Las alcé bien alto, estiré mucho los brazos y aún así, aún así. Te reías. Mis manos son tan pequeñas - y a vos solo te hizo falta mirarme. No lo supe en ese momento y vos lo sabías de antes.
Y mirá que di vueltas, y mirá que salí a tomar aire, y así y todo, no. Así y todo, y más, no hubiera alcanzado el pasto de mis pasos que rondaron tantos pavimentos en busca de una idea minúscula de lo que podrías ser vos.
Hojas. Miles de hojas caen en otoño y crujen bajo los dedos de mis pies. Una respuesta tuya y miles de hojas crujiendo entre mis dedos.
No te vi llegar. Alcé las manos para sostener la piedra que vino a hundirse en el hueco de mi cuerpo y no te pude preguntar - si entendiste el código o si fue un impulso- que yo ya estaba nadando en las hojas de tu otoño, desnuda.

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