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Me la veía venir. Pero ¿viste que siempre es mejor cuando te la ves venir que cuando viene efectivamente? Por más de que sea obvio, y por eso la ves mientras viene, es siempre mejor dejar el espacio de la duda, “capaz dobla” “quizás no es ella”, pero cuando vino y está ahí, te tenés que hacer cargo. Es un poco ese el problema, más que nada digo. Y yo venía como triste, como esperando que pasara, con la cabeza gacha y estaba mal pero podía estar bien, de a ratos me olvidaba, de a ratos me dejaba de importar, de a ratos, incluso, te pateaba bien lejos y era como si no existieras.

Después me partí. En dos, en tres, en cuatro, no estoy segura de cuántos pedazos quedaron. Y justo estaba en mi cama, que casualidad. Sino, me hubiese desparramado por todo el piso y que sé yo, capaz era mejor. Estoy desarmada mirando el techo, no me puedo parar, no te puedo buscar, no puedo llamar… te ni a vos ni a nadie. Quizás eso me angustia más que nada, no saber cuánto tiempo voy a estar así, si alguien se enterará….

Lo bueno es que tengo los colores, aunque sea los míos. Por todo el cuerpo resonando. Eso me puso feliz recién, hasta que pensé “si depende de que se acuerde que estoy acá, estoy al horno” yo creo que ya viniste, pero no me viste. Escuché un ruido en la cocina, y vos que sos tan largo, es como que no medís el espacio entre tu cuerpo y las cosas, te chocas todo va. Pudo haber sido cualquiera, pero yo creo que fuiste vos por esto que te digo, que tenés una manera particular de entrar, siempre. Y yo estaba ahí, yo sigo ahí, así echada, no sé si valía la pena girarme. Casi siempre te grito, o te gritaba, pero no escuchás. No sé qué haces. Nunca captas todo lo que está por detrás de las palabras y así es un poco aburrido, como monótono, incluso insulso. Insisto, el problema no sos vos, sino lo que vi que estaba viniendo.

Y vino.

Y qué flor de bronca. Me pesa todo el cuerpo, te juro. Así, partido, desencontrado, con colores. Como un microclima propio, como si la humedad de Buenos Aires descansara en todo mi ser. Cada atisbo de rearmarme, de reencontrarme, de recomenzar se ve frustrado por lo que vino. Su imagen se alza entre una humareda, me mira toda aterciopelada y me niega, me rechaza, algo que no existe me rechaza. Por eso me rompo. Por eso tiene el poder de dejarme inmutada sobre el lecho, porque la ficción es un poco eso, una mentira condensada, o quizás solo otra forma de tocarse. El asunto es que termina siendo mucho más real que nosotros, que lo que pasó,  y yo no entiendo qué es esto que siento y por qué me rompo, me rompes y me rompe. Pero la que vi venir la sigo viendo en todas partes.

Nunca cesa de llegar.

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“Te perdiste, negra”

Eso te quería decir y no pude. No pude decírtelo de ninguna manera y vos no vas a ser tan descarada de decirme que no lo intenté. Mirá que me podés decir muchas cosas, pero no podés negar el agua que caía rociándote siempre que me ponía a lavar los platos, ni mis persecuciones sigilosas a tus caminatas imprevistas,  y mucho menos me vas a decir que no funcionó lo de abrazarte fuerte, con mi cabeza pegada a tu pelo, buscándote en el laberinto inmenso de los sueños.

En vez de eso te dije “adiós negrita” y me subí al tren con la promesa implícita de volver como siempre, con la rutina y la tarde. El problema es que te angustias demasiado che, y yo me vivo haciendo cargo. ¿O te pensas que a mí no me pesaba la mentira en los labios? Y te besé igual. Te pensaras a lo sumo, seguramente, que no me doy cuenta que hace rato que no estás y eso me enerva. Me enerva saberte triste y pensante, con la mirada perdida, en tu silla allá a lo lejos. No te puedo ver y ya te adivino el hilo mental que vas tejiendo. Te veo los enojos desbordando por los costados de las palabras, te veo tan ensimismada en esa certeza de abandono, y veo como me señalas con la mirada, aclamándome culpable. De esto, de lo otro, de todo. Tenía tanta bronca cuando me di cuenta que no te iba a importar, que vos preferías seguir jugando a esos juegos astutos y macabros, que sólo vos entendés y que a mí me dejan tambaleándome sin entender dónde estás y qué gana el que gana y qué es lo que perdemos al final.

Le conté a Mario, y vos sabés cómo es él, no entiende mucho y el boludo se pensaba que jugábamos a las escondidas y que vos te habías perdido o que yo no sabía buscarte y no, no Mario, no es así o tan así. Mal que mal un poco de razón tiene el pobre. Pero yo estaba con él ahí en el bar cuando le empecé a contar y al principio todo bien, pero después llegaron dos o tres más, los de siempre. Y viste que la cosa es así, que decís una más y me voy y después cuando te paras para irte te tenés que volver a sentar rápido porque de repente al mundo se le dio por moverse y los círculos te enredan, te terminan atando a la silla y a seguir hablando y tomando. No entendieron nada, creo, tampoco se van a acordar. No pasan ni cinco minutos y me acuerdo y te veo ahí de nuevo, compungida, con los ojos turbios y la nariz colorada. Siempre se te pone la nariz colorada cuando lloras y no es que me guste pero un poco de gracia me causa, das algo así como ternura. Hasta que hablas y te pones a explicar las cosas, y echarme la culpa y volverte tomate, hasta antes de la verborragia te abrazaría, siempre.

Lo peor es que seguro que ya te enteraste, lo de los chicos, y te pensás cualquier cosa. Te hacés la víctima como si la primera en irse no hubieses sido vos, te hacés la víctima y eso que tu forma de irte fue mucho más cruel. Mirá que yo también me quedé esperando que volvieras y ahora  estoy acá mirando la pared y también me angustio che, y eso que a mí no me gusta nada.  

Lo que quería decirte con lo del bar es que yo ya lo sabía cuando me subí al tren negrita, pero ahí me terminé de dar cuenta. Es que al final siempre estamos solos negra, y yo no puedo conmigo, mirá si voy a poder con vos y tu angustia. En otro momento quizás me hubiese tomado el tren para salir a buscarte, es decir, que capaz nos lo tomábamos juntos y entre mate y mate, con el pasto y el sol, uno nunca sabe.

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Me olvidé las botas por no olvidarme la cabeza, no más. Las dejé ahí debajo de la mesa, frías y oscuras, sobre la viruta del suelo. No creo que me las hayan robado, porque son muy feas. Tienen manchas negras y son de un color gris azulado. Lo que me da pena del asunto es que me deja indefensa contra una violadora empedernida, una terrorista del tiempo y el estado, que arremete contra uno con furia y desdén buscando absurdamente así sanar de alguna forma su angustia.
Mis botas eran mi espada de goma contra el capricho vil de un mundo egoísta que insiste en ahogar nuestros más grandes impulsos y mojándonos la vereda del camino pretende que nos deslicemos sin gracia, que nos tropecemos sin elegancia. Como diciendo “¡Mirá, mirá como te impongo, cómo me cago en vos!“. No se contiene y  se desborda sobre nosotros, la lluvia, desborda y nos empapa hasta dejarnos sin la más mínima voluntad o deseo.
Salí con ellas, con mis fieles compatriotas, hacia lo incierto de la noche húmeda. Pronto llegué allí donde se mimetizaban en lo oscuro del paisaje  del cual emergían caras. Caras saltonas con ojos negros rebosando el envase, caras largas y compungidas que me miraban sin rostro y se besaban contra una pared gris, delante de un foco que las alumbraba cual misil dorado. No me fallaron siquiera cuando me arrebaté. Tuve que salir corriendo inmediatamente, sin siquiera meditarlo un segundo. Los cerrojos de las puertas se presentaban demasiado sospechosos y tan pronto como me percaté, es decir, tan pronto como vi asomarse un ojo tras ellos, huí.  
Me dispuse a correr aceleradamente por las calles, sin demasiada certeza sobre mi rumbo, pero sabiendo que debía alejarme de los ojos punzantes cuanto antes. Debía negarlos a toda costa y lo sentía y me lo pedían mis botas. Así que corrí y corrí y finalmente llegué a una puerta destartalada, una puerta vieja y blanca de chapa. Una puerta que conocía.
Cuando me senté en la mesa fue que me saqué las botas. Naturalmente adentro no llovía y apenas se me humedecían los labios a causa de aquello que estaba bebiendo. Entonces te sentaste a mi lado y yo me vi obligada por una insistencia que me venía como de otro lado, más profundo, más fuerte, a pedirte una y otra vez que bailaras conmigo. Vos me decías que no, que estaba descalza y que era ridículo. “Yo creo que no hay cosa más ridícula que volar con los pies atados, con los pies limpios” y tu sonrisa asomándose te arrancó los labios, te arrancó la silla y nosotros arrancamos a girar, enganchando vuelta y canción, inmersos y emergiendo de la letra al paso. Nunca fui buena contando, y tampoco mucho importa si fueron dos, tres o un millón de tangos cuando hay cosas que nos dan la sensación de ser eternas.
Ahí me fui. O nos fuimos, tampoco me acuerdo. Sólo me quedó aquella sensación de que seguía bailando con vos, o con otro, pero lejos y sobretodo conmigo. Como si el baile, el abrazo del baile se cerrara en mí.
Yo no te pido quizás que me entiendas o que te importe, percibo el vasto universo de ideas e incomprensiones que como abismos entre nosotros se tejen. Pero si el afuera amenaza como esta noche tensada, mínimamente como consuelo,

                                                                             devolveme las botas.

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Yo creo que en el mundo hay algo así como colores de mierda y decisiones absurdas, nada más. Hay colores de mierda que básicamente se pueden reducir en: momentos del día, sensaciones, expresiones y gestos, vocabularios.

Luego están las decisiones absurdas, como las que puede tomar un carpintero, cuando se despierta con la aurora  del día y un poco adormecido, con la tristeza de un sueño que no recuerda aún colgando de sus pestañas, se dispone a comenzar el día.
Hay muchas cosas que podría realizar el carpintero. Entre ellas están las que le salen bien, las que realiza habitualmente y las que no cambian nada. ¿Pero qué pasa? Pasa que afuera llueve y hay algo que él no recuerda, pero sabe que pasó. Entonces siente más que nunca los colores de mierda, los siente plasmados en cada pensamiento y con una repetición abrumadora se le presentan y representan en cada oración y en cada intento de huir y aislarse de ellos. Se le presentan cuando lava los platos, cuando lo llama la tía, y cuando mira al patio.
Se decide finalmente a escapar. No tiene más ganas de estar atado a su silla, a su trabajo, a su rutina, en ese día color mierda. Así que se para, agarra las llaves con cuidado, es decir, sin hacer mucho ruido como para no enterarse de la verdad inminente de que va a terminar regresando y sale. Sale a la calle, se moja, se empapa, canta canciones bobas con melodías pegajosas, se ríe para irremediablemente, como se venía anunciando desde un principio, quebrarse en el medio de una sensación.
Camina el carpintero llorando, y llora por todas las penas del mundo, habidas y por haber. Llora primero que nada, como poniendo una excusa, por Margarita. Margarita es esa mina que cada vez que él iba a la tienda le sonreía, le charlaba con la mirada. Él estaba fascinado con las promesas que recitaban esos ojos encantadores, que lo hacían caminar en colchones de nubes. Fue una caída en picada su rechazo, para qué mentir. Pero igual ¿Qué importa Margarita? Si total su nombre no es más que una flor de dos colores de mierda.
No obstante, no se detuvo ahí. Él sabía muy bien que no lloraba, o que ya no lloraba más por eso. No le importaba realmente lo tangible que era el dolor de recordarla y mirarla en la nebulosa mental y saber que no lo quería. Ella era una excusa, ella no importaba. Lo que importaba era estar ahí tan sólo, en la lluvia perdido. Caminando hacia quién sabe qué lugar, hacia quién sabe qué dirección, y saber ante todo que Margarita no lo esperaba, ni Margarita ni nadie, va.
Entonces, y solo entonces se puso a buscarse. Y se buscó por todos los costados del terreno, se fijó de no estar enredado en algún pedazo de arbusto, o perdido entre el lodo de la tierra. Pronto le entró la idea de que si él estaba por alguna de esas partes ya se habría ahogado con tanta lluvia. Dejó de buscar y siguió llorando, y esta vez lloró por todo, lloró por la injusticia de la vida que lo había condenado a aguantar cosas que él no quería ni saber. Lloró por sus padres y su triste destino. Lloró por los amigos que nunca había vuelto a ver. Lloró por la crueldad del mundo.  Lloró porque no se sentía ni con derecho a estar llorando sabiendo que hay gente que está peor que uno, y lloró por las dudas, porque sabía que había algo de lo que se olvidaba. Al final terminó llorando sólo para no sentirse tan desentonado con la lluvia, que insistía en llorar más fuerte y mejor que él.
Sólo al llegar al río comprendió que el problema era que las personas no tomaban suficientes decisiones absurdas. Y llorando Margaritas, bailando angustias, terminó por construir un mensaje, que tenía un color de mierda, pero era más puente que nadie.

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