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Y decime, ¿para qué seguir revolviendo? Nos sentamos en el sillón y Horacio nos mira. Es inquietante al principio, eso de tener un tipo mirándote sin decir nada. Alguna que otra vez había probado haciéndole preguntas, cosa de integrarlo. Pero hay algo del ida y vuelta que se ve que le resulta muy confuso.

Laura sentada adelante mío me habla de su trabajo, de las vacaciones, de Miguel. Pero no deja de estar tensa. Después me pregunta por la facu, con quién voy a dejar al perro cuando me vaya. Y se le escapa una mirada hacia el costado. Es una mirada tan pero tan rápida, que cuando me vuelve a mirar, le tiembla el labio. Me siento como esas madres en la sala de espera, cuando el nene se hace encima y ellas saben que es su hijo, que está ahí, lo que le pasó y que sí, efectivamente ese olor termina siendo responsabilidad de ellas. Sí Horacio, a veces sos como un pañal cagado para mí, me das un poco de vergüenza. Insistís, insistís, insistís.

Laura empieza con timidez, medio sin saber cómo empezar a decir o mismo si se puede. Yo ya estoy más que acostumbrada a hablar de Horacio estando Horacio presente. Sus ojos negro azabache examinan todo su alrededor con tanta pero tanta intensidad que parece que en cualquier momento van a estar rodando por el piso como un par de canicas. La boca diminuta apretada con bronca y las cejas – que tienen todo el pelo que más arriba se reclama – en un descanso inefable. Su cara es un pañal cagado, realmente. Laura pregunta con precaución si es siempre así, o si tiene algún “problema”. Yo le digo que problemas, como todos, pero a su manera. Todo siempre es a su manera, o no es. Según él, claro.

La miro a los ojos como tratando de explicarme. Todo estuvo predeterminado a no funcionar. Horacio es un silencio inútil. Horacio tiene un silencio implícito en su nombre y no es SU silencio, sino el NUESTRO. Él solo quiere seguir apareciendo. No sabe existir en simultáneo. Todo intento de conversación termina en un informativo con aspiraciones de monólogo – pero ni siquiera eso.

Laura levanta una ceja y balbucea, bucea en el barro de lo dicho en busca de otro tema. Dice una boludez, algo del clima, así bien de ascensor. Se da cuenta y como rendida insiste ¿pero está bien? Y yo no tengo idea. Él quiere seguir presente, a pesar de todo. Yo no le pedí que viniera, no me acuerdo cuando lo dejé entrar.



Horacio llora. Sabe que pronto lo vamos a olvidar.

“El tiempo entre nosotros es escaso” me dijo, pero su voz no parecía anunciar un dictamen de clausura, como sentí cuando dibujaba (en las letras) las líneas, sino que parecía hablar del hueco que hay entre nuestros cuerpos. Se deslizaba en esa ambigüedad y caía el cuerpo de Olivia golpeando los espacios, retumbando en silencios que yo me resigné a observar.

Sus piernas son largas como escaleras a la terraza. Yo subiría por ellas con un mate y una almohada mientras Olivia se desdobla y se acurruca, crece y se fricciona al lado mío, en el techo, en la terraza. Yo subiría despacio por sus piernas y después miraría como se las enrolla contra el pecho, como se huye en sus piernas tan largas que tan solo tienen miedos como kilómetros enteros y no Olivia, no. Si hay algo que no es escaso entre nosotros es el tiempo, si ni vos ni tus pies alcanzan a alcanzarme al lado tuyo que estaría estando demasiado lejos. Kilómetros y kilómetros de escaleras tan largas sólo para verte desdoblada, para que te des-do-bles sobre mi cuerpo te desdobles y te extiendas. Entre la terraza y la línea. Te me aparezcas. Por fin, donde más quieras. En el renglón. En la almohada. O en el mate.


Te estuve esperando frente a la vidriera, mirando los títulos y las dimensiones del tiempo que dejan las rayitas, las puntas dobladas. Había caminado por las calles anchas, de teatros y gentes yendo, viniendo, volviendo. En cambio en tu calle pasan personas de a una, el empedrado golpea las ruedas de los autos, el compás se extiende como un eco sordo en el día nublado. Una señora se paró al lado mío, tenía zapatillas rojas. Me bajé del escalón porque no podía ver bien aunque no estaba mirando nada. En ese momento me di cuenta que estaba ahí adentro y los estantes temblaron o se rieron, y un nombre que conozco en ellos, se compadeció y me guiñó un ojo. Supe que me iba a quedar a esperarte casi al mismo tiempo que la señora se fue a buscar otros vidrios. Me paré frente a la reja verde y miré a través de la puerta, buscándolo en vano, revolviendo la humedad con las pestañas. Me convencí más. Creí sentirlo antes pero en ese momento tuve la certeza infalible de que antes había estado equivocada. La cerámica es tan blanca en algunos lugares que aunque esté manchada no funciona. Las lámparas que no conocen los ácaros no sirven. Me alejé unos pasos para ver el cartel colgando desde lo alto, las letras flotaban en él incompletas. Estaban bien por separado, en sus contornos, el recorte era bueno, pero había una parte en ellas que se quería unir y terminaban siendo tan sólo la extensión de ese fracaso. Vi una luz amarilla en el fondo y pensé en llamar. Me pareció cómica la idea de que un lugar tuviera número, entre ajena y ridícula, porque si llamara y me atendiera un libro quizás llamaría. Y también eso de que pusieras a De las casas al lado de un libro de autoayuda, a Los Pichiciegos asomándose entre un libro de cocina. Como si tus manos fueran tan chiquitas que quieren agarrar a la mayor cantidad de gente literariamente posible. Me acerqué nuevamente pero no escuché el teléfono sonando. Capaz que ya no venís más y llegué tarde a esperarte. El salón era muy oscuro y los libros se caían en las sombras, me angustió la idea de saber casi con certeza que estaba ahí adentro y que si vos no venías iba a estar ahí siempre. Me esperanzó un dibujo con tiza en la puerta del fondo, no sé si era o no pero parecía una rayuela y yo había caminado tanto, y estaba llegando tan tarde ya que cuánto podía importar, ahora que había doblado en otra esquina, ahora que estaba a tan solo dos cuadras, ahora que te esperaba y vos no sabías y yo sí que lo que busco está ahí adentro.
Deber ser, amar, beber, partir. Nos subimos en un bote, me subo, vos corres por debajo. Te toco, me sumerjo y salgo bailando por la calle. El portero nos mira y no se ríe.

Deber ser, amar, beber. Escucho mi respiración
                             Que
                                     Está
                                             Adentro
                      Demicabeza.
                                             Todo.
A veces me pregunto ¿Vos no te habías subido al bote? Si yo te vi ahí sentado no sé por qué alguien escribió que corrías.

Deber ser, amar, partir. No queda ya ninguna inocencia. Me extirpaste la boca con tu dedo, te vi llorar y sé que me miraste. El cigarrillo se encendió en el fósforo negro del fondo. (Yo sé que me miraste).

Deber ser, beber, partir. Me tamborileo en el cacofonte de la turbiliria mastufa. Quisquisita, plutel.



Te estirás en toda la masa, te estirás en la mancha, en la ruptura, en el piso. Cerámica gastada, pedazo un.

Deber ser. Cuando pienso hay algo que no termina. Sólo por eso sé que no todo se pierde. Chupo la bombilla, veo pasar el bote.
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Tres comentaristas se paran frente a la prosa. Tienen bigotes peludos que enrollan, atan y desatan. Achinan. Los ojos. Como si no tuvieran lentes.
-Sí claro – dice uno – Ella está em-bar-ca-da y él no. Es libre.
- Yo diría – corrige uno medio pelado – que el bote es una prisión y el agua que es él, es su miedo a ahogarse.
- Bue – piensa el tercero, que leídamente reconsidera y se da media vuelta, arrastrando un cacho de sentimiento como un pedazo de carne entre los dientes. Se va. Alguien lo espera en otra parte a donde no se dirige.
“Hace como un mes que no puedo llorar” – le dije bajando del cordón, parándome a la derecha, parándome siempre un poquito más adelante. Es un vicio que tengo, y una de las tantas cosas que Martín no entiende. Nunca entiende de estas cosas Martín. Él sale a caminar y no mira a la gente, sólo le preocupa lo que le tiene que preocupar. Por ejemplo, ahora están volando un montón de palomas juntas y a mí me da la sensación de estar en un dibujo y sé que aunque” ¿Tenés fuego?” Lo miro. “Sí Martín, tengo fuego”” ¿Qué te pasa?” Y que me cagaste el dibujo, por ejemplo, que las palomas ahora están escondidas  atrás del edificio, y para qué, para qué decírtelo. Él sigue mirando quién-sabe-qué y yo intento no pisar las líneas de las baldosas.
“Es bueno no llorar” me dice. En esos momentos me doy cuenta que tiene cara de gil. Yo no sé qué hago acá, me lo pregunto seguido y creo que tiene que ver con los sonidos. Es decir, yo escucho que me está buscando y es como una caricia, es casi una disculpa. Él sabe que me voy a ir, sabe mejor que yo que nunca estuve. Y eso es lo que más me jode. Inmutable, inimputable, inaudito Martín, que me vuelve colilla, de esas que tira al piso todo el tiempo, todas las esquinas llenas de colillas y yo y su indiferencia, incorruptible.
El martes a eso de las cuatro y media dije “Fue, me tomo el palo”. Él estaba sentado en frente de la computadora, contestando una serie de preguntas y yo, que tenía el pecho cerrado porque hace mucho que no tengo tiempo de estremecerme, ni en el bondi, ni en un té, lo miraba y pensaba: pobre tipo. Porque Martín no va a ver nunca el abismo que emana de una frase a otra, la distancia que es repetición pura, de un espacio a otro, y sobre todo, Martín, no sabe qué es parir una respuesta.  Él lo tiene todo organizado, en detalles, en tamaño y me dice todo el tiempo que hago mucho despelote. El arte es un toque sucio le tiré una vez y me miró raro, no entiende nada de enchastarse en lagañas frustradas, de quedarse dormido en el medio de un paso, de pintar palabras en los colores.  No entiende, no sabe, que lo peor del mundo ya está pasando y es que yo no puedo llorar. No sé qué me hizo quedarme. Algo así como un miedo o una ilusión de que capaz que sola, qué sé yo, desvanecerme, al final es como un testigo. O eso me pareció el otro día, cuando me ayudó porque no sé sacarme la bufanda. Tiro y se me enreda en el cuello entonces me pongo nerviosa y tiro más. El viene y le da la vuelta, la deja en la cama. Entonces respiro hondo en esa mirada que me responde y un poco sé que en el fondo se ríe.


Estamos condenados. A la incomprensión.                                                                
A ser una nota que se desliza                                                                
                 por debajo de la                                                                                            
                 puerta                                                                                                    
La mirás.                                                                                                    
Tus ojos la miran.  
Y la vomitan, innumerables
                       incontables                                                                                    
                                                   veces                                                                                                                                                                                                        
                                                                                                                       
       Gracias.  Por recordar. Me.                                           
  A mí. Eso. No a mí. De a Mí.                                  
 Ser- ante.
 Ceder-ante.
  Compadecer.

Basta, te digo                                                                                                                                                                            
 Estamos condenados. Y vos,
  Me mirás
            Dos puntos
      Ya tenías que cagarla



                  Al final
                           Las personas
                                  Punto
                                no somos
                                   y a parte
                                     más  que-qué

                                                                                                                           
 Martín se levanta todos los días a las siete de la mañana. Saluda a la misma gente, lee el mismo diario. Alguna vez quiso ser periodista, o algo así, nunca sé cuando hablamos de lo que hablamos y cuando referimos. Va a un castillo, Martín, se sienta en un escritorio, firma papeles y habla y se mueve (esto me lo imagino, no lo sé, nunca lo vi) de otra gente, por causas justas. Sos inapelable Martín, sos innegable. Estás, vas, volvés. Casi que existís. Te levantás, te ponés un saco, abrochás los botones, uno por uno. Nunca te olvidás de cepillarte los dientes.
Pero decíme, mono. ¿De qué sirve hacer tanto si estás tan lejos de todo? Si una taza de té en el balcón, es sólo una taza de té en el balcón. Si a la noche te vas a dormir tranquilo. ¿No te asustas después de un rato de ser tan vos? Tan-no, tan ausencia que fue grito y ahora flota. Cáete, pibe, golpéate.  La puta madre Martín, dejá de sonar tan levemente. Me enfermás, sos un cagón Martín y me enfermás. No sos capaz de ver nada atrás de las palabras.

Me cebo un mate.
             Porque no puedo llorar.
                 Me río.
              En el edificio de enfrente pasa volando
                                                                               un pájaro.

Mujer-Niña

A mí me habían dicho que la mujer tan solo puede entender del amor. La amistad no es algo aprehensible para nosotras. Me dijeron, que en la maternidad estaba nuestra llave y nuestro destino: nuestra explicación. Que la mujer al engendrar hijos vive a cuestas de su felicidad, se siente realizada en el otro. Que nuestra virtud residía en el poder ver el niño – la inocencia, la pureza- que esconde cada hombre en su pecho. Esto me lo dijo un viejo amigo. Y si bien yo lo creo muy antiguo como para comprender mi – nuestra- realidad cotidiana y lo siento demasiado lejano de los magnos corazones – que quizás le fueron vedados conocer-  y por lo tanto incapaz de palpar muchas grandezas que nos conciernen, también lo considero muy sabio. Mal que mal, hay cierta verdad que rigen sus palabras. Probablemente, a causa de una tradición, de una cultura que venimos arrastrando, creyendo, consumiendo. Porque él bien sabe que tal cosa como la verdad, no existe.

Cuando yo era pequeña, allá en los lejanos solsticios de mi niñez, corría fresca y venturosa en busca de amistades. Amistades sin nombre, dado que nunca pude recordar aquellos detalles – para mí insignificantes. Tengo, por consecuencia, baúles repletos de colores y animales favoritos, de risas y mundos ilusorios, eternamente efímeros. No es la literalidad que les tocó vivir a todos – pero sé en el fondo que es la realidad de muchos. Los que excavamos en las profundidades, siempre estamos solos. Yo lo viví al pie de la letra y nunca en mi historia ningún amigo llegó para quedarse. Eso sí, los amé intensamente a todos. Más o menos merecidamente, por mayor o menor tiempo. Ninguno paseó a mi lado sin dejar su mano, pintada con acrílico, sobre la columna vertebral de mis memorias.

No me quejo. Nunca me quejo de mi soledad. Podrá ser muy densa la egoísta esa, pero bien que me acaricia todas las noches, bien que siempre está hecha almohada, hecha pluma, la muy hermosa. Bien que se vuelve camino, la muy fiel. En los momentos precisos se vuelve ventana y a ella me asomo sobre los abismos de los cuerpos, tocando las gargantas y clavículas de los que frente a mí reposan. Miré muchos estanques y no les voy a hacer perder tiempo hablando de agua podrida. Es verdad que en muchos pechos hallé niños sedientos, niños ocultos y tras mamparas, niños muertos. Como también pude hallar varios con los que bailé hasta que mis piernas temblaran de infinito gozo. Con el tiempo, a su vez, fui encontrando bocetos de niñas que no arrojaban – se negaban a desechar- su caparazón, y estas eran entre todas las mujeres, las más humanas. En resumen, pude encontrar pocas personas, entre tanta gente. Sin embargo, lo descabellado, es que siempre a mi lado tuve – y hoy puedo afirmar que tendré – a la mujer-niña por excelencia. Ella es para todos nuestros sentidos, escandalosa belleza. Es tan simple como un gorrión que vuela acariciando las ramas de los árboles, y es tan fuerte, que en el agua de sus ojos, uno puede alimentarse y recomponerse. Es así, la mujer-niña, porque nunca impidió que la vida la atravesara. Imagínense, se tambalea entre las cuerdas que ella misma teje. Yo sé que mi viejo amigo diría que es débil al tan sólo verla. Quizás yo la quiero demasiado. Pero para mí ella está comprometida con lo que mi amigo llama vida. Y como bien sabe, no está acostumbrada a vivir, está acostumbrada al amor. La mujer-niña es la encarnación del amor, y sabe luchar mejor que cualquiera de mis palabras.

-¿Por qué llora la mujer-niña?- Me animé un día a preguntar. Sus labios se cerraron y no emitieron palabra. Su corazón flaqueaba y yo que sólo sé ser viento. Nunca me pudo confesar una pena. Un poco por esto de su inmadurez, de su incapacidad de ver más allá del alma, su cuerpo. Nunca pudo crecer ese paso y entender que se estaba deshilachando. ¿Cómo no se le iban a caer las manos en pedazos cuando ella había construido un mundo entero? No me van a decir que no tiene voluntad de crear, lo que no sabe es el poder de sus actos. Si tan solo pudiera hacerse cargo, el lego se volvería cimiento firme contra los fantasmas de su pasado. Yo bien sé que a la noche, a las cuatro en punto de la mañana, la humareda se dirige a agitarle el manso sueño.  ¿Cómo no iban a rasgársele las cuerdas vocales? Si ella grita con los ojos, con el cuerpo y la mirada en busca de justicia. Es un poco desordenada ¡Ustedes no la entienden! A veces se olvida de ponerse de acuerdo con lo que piensa y recae en contradicciones. Se me eriza la piel cuando así sucede, y ella que siempre ríe. Sabe reír mejor que cualquiera. Sus dientes soportan la angustia, contienen toda la aflicción que estalla en el aire con la sonoridad de mil amaneceres. Ella que sin filtro se deja atravesar ¿Cómo no iba a llorar?
Ese día que la vi tan triste, no lo quise dejar pasar. Pero de nada sirvió. Verán, yo la abracé con la fuerza con la que rompen todas las olas de Mar del Plata la amarillenta arena. Cerré mis ojos y me concentré ahí, donde el límite es tan difuso que todo es evidente. Por mi mente desfilaron en aquel momento jardines infinitos, donde apenas había espacio para el pasto porque las flores brotaban y se reproducían bajo el sol ardiente y una suave brisa. Luego, las jirafas corrían jugando por los parques y ella se acercaba a acariciarlas y a degustar las flores. El cielo se teñía de blanco para que sus pasos dibujaran colores que el ser humano todavía no conoce y que son más hermosos y tangibles. La noche la abrazaba con plumas ligeras y los astros le cantaban aquellas melodías de su infancia que tanto le gustan y que nunca supo olvidar. Todo fue en vano. Abrí los ojos y la mujer-niña ni un segundo había podido descansar. Sus ojos hinchados y su pera empapada seguían intactos.


Entonces sentí que ya nunca podría dejar de abrazarla. 

Intranscendente

“¿Podés parar un poco?” Le dije, mientras una pila de lego caía sobre mi cabeza. “No es divertido si jugás vos solo”.

Pero bueno, así como entenderlo, no lo entendía nunca. Al principio era otra cosa, no había necesidad de decir basta. Y si bien había momentos en los que me agotaba había algo de satisfacción en su sonrisa, o en el pasto. A veces me da la impresión de que no es que no lo advertí sino que él cambió. “Yo sólo quiero jugar siempre” dijiste y me abrazaste porque sabías que ya estabas muy lejos.

Ingenioso, sos. Pero te pusiste un poco violento. Eso puede pasar, digo, lo de cebarse sin darse cuenta. Pronto tu vida era un juego constante y yo sin poder rehuir. Me levantaba temprano, me vestía y arreglaba, PLAF guerra de bombitas de agua. Llegaba del trabajo y PLAF me iba a la mierda con algún autito que estaba en el suelo y decime, decime si no es crueldad dejarme buscarte toda la tarde por una escondida.


No me podés decir nada. Igual, ni te inmutaste. Agarré la mochila y le puse dos paquetes de galletitas, mi peluche de Flounder y me fui. “Truco” susurraste. El envido está primero, tonto. Salí por la puerta y me agobió el ruido, los autos frenando, tocando bocinas, las personas chocándome, empujando siempre contra la corriente y llegué. Al laburo. No tenía mucho en que pensar y me hundía en la silla, cada segundo era más diminuta. Aire. Quería. Es cansador, ser y dejar de ser un juguete.

-

Hay una frase que leí en un lugar donde no tenía que estar, en un momento intranscendente pero se ve, se ve que la frase se me quedó atorada o algo así, en el brazo o en la palma de la mano, cuestión que no (termina) de caer (del todo). Le respondía a un eco que rezaba diciendo que esto era demasiado personal. Me gusta cuando es otro porque esto es muy tuyo, es para alguien más, entre otras boludeces que retumban ahí donde el compromiso y la abstracción son demasiado (grandes), están (demasiado) lejos. La frase se acomodaba en su silla y le contestaba algo así como (no sin antes mirar a los ecos con desdén) ¿ Y cómo se le va a escribir a alguien…. Empezó diciendo, trazando un abismo que tiñó todo de esa ausencia que aparece cuando cae el sol en la inmensidad del campo ¿Y cómo se le va a escribir a alguien si estamos solos? Se prolongó. La consonante. Como los mosaicos y el frío, el piso frío de un baño donde una mujer desnuda se abraza a sus piernas llorando. Se prolongó la consonante sobre sus clavículas que sobresalen sin tocar(te).

Cuando era chica pensaba que una forma buena de no extrañar era cerrar fuerte los ojos e imaginar que estaba la otra persona en frente. Lo sentía ahí, con su cuerpo haciendo peso sobre las sábanas y sus ojos clavados en mi cara y mi sonrisa que se dibujaba lenta y segura. Por eso después (ahora) hago eso (de cerrar los ojos) cuando realmente te estoy viendo. Te levantás, pasas por al lado mío susurrando yavuelvo y te acercás  a la puerta. Girás el picaporte y empujás avanzando hacia el otro lado (donde no te alcanzo), no sin antes volverte a cerrarla con suma delicadeza. Ni un ruido. Ni eso dejás. Todo se conserva. Mi pecho (caliente), tu voz (retazos de).

Todo esto para poder decir, para poder hablarte. ¿Te das cuenta de la distancia? No puedo estar más en donde estoy, el aire se condensa y me abruma. Tanto que no sé si abrazarte o vomitarte encima. Por eso te grito, como si fuera un golpe, que te doy a vos sólo para que me duela (a mí). Es esta necesidad constante de negarte para poder afirmarme. No es más que eso. Y unos ojos que me miran desde arriba preguntando ¿Qué hiciste? A lo que siempre respondo (¿Dónde estoy?)

Me voy a ir lejos.  Con esa promesa hueca de buscarme cuando sé que nunca me detuve (no saber cuándo empezamos, no saber cuándo nos fuimos) Todo me devuelve al mismo lugar, sospecho, lo de encontrar un centro quizás no es tan buena idea. Hay que trascender(la).


Te quedaste atascado. Paréntesis. En esto que yo te grito. Paréntesis. Quizás no sos más que una excusa para poder hablarme ¿Y entonces qué? Paréntesis. Las excusas duelen.

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