Un océano azul

Mi familia era extraña en ese sentido, nunca hablaban mucho sobre mi abuelo, ni yo sabía bien de qué había muerto. Siempre que les preguntaba por él no había una respuesta concisa que me produjera satisfacción, ellos, mis padres, siempre decían que “lo descubriría más adelante” y a veces mi tía acotaba que “él seguía vivo”. Yo suponía entonces, que era el mero deseo de una hija que ansiaba profundamente que su padre estuviera con ella, lo que no entendía era por qué mis padres señalaban que la respuesta estaba adelante, cuando esto había ocurrido ya, hace demasiado tiempo.


Sin embargo, al cumplir la edad necesaria, es decir, a los ocho años, supe que sus afirmaciones eran correctas. “Suficientemente chico para creer y suficientemente grande para animarse” me dijo mi abuelo que ahora se encontraba sentado sobre mi cama, acariciando mis cabellos. Me incorporé rápidamente, ya que antes me encontraba durmiendo y lo miré a los ojos que eran de un celeste pálido y supe que me encontraba en presencia de un fantasma, aunque esto no me asustó. Me agarró de la mano y corrió la cortina azul que tapaba la ventana y frente a mis ojos se desplegó un mar abierto, profundo y peligroso, como el de los cuentos de piratas.


“Si miras bien, allí al final del horizonte hay un país al que no pertenezco. Ve y búscame, te estoy esperando, sigo viviendo y gasto mi tiempo, en esperar tu rescate.” Así su mano desapareció de la mía, dejé de sentir su tacto y me encontré sólo, en medio de un gran océano azul, pero no sentí miedo, ya que pensé en mi abuelo vivo, sus abrazos tan acogedores y en el calor de su mano sosteniendo la mía, y supe que, era por el hecho de que no lo había olvidado que el seguía vivo, y aposté a que mientras que ustedes no me olvidaran a mí, yo también seguiría vivo.

Antes de partir agarré mi libro favorito. Miré a las estrellas y supe que el cordero no se había comido a la flor, supe que yo rescataría a mi abuelo. Las estrellas rieron conmigo.

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