¿Dónde?
Yo fui una vez un cuerpo triste, disminuido, hasta el borde
de la ausencia. Rasgado hasta el borde del reproche. Con tímidas manos extendí
una hoja frente a ojos penetrantes, en esos tiempos todavía creía que podía
salvarme. Después, entré al mundo, me volví un acto necesario. Es decir, logré
calmarme.
Frente a la incertidumbre, siempre termino eligiendo leer.
Me dispongo a huir de mi voz, replegándome, porque esa voz me resulta ajena
(siempre estoy huyendo de algo, de lo pronunciado, de lo que me mira, de todo
lo que amenace con encontrarme). Necesito escribir para poder escucharme desde
otro lado. El tono agudo de mi fisonomía (la piel nunca me ha dejado escapar)
me resulta falso, como si la gravedad con la que respiro no se reflejara en
ella. Por eso me repliego, me olvido, huyo.
Decir la verdad, intentar decir la verdad ahora. Todo me
lleva, todo nos lleva al pozo del cielo. Hay que aceptar la incierta condición
de reflejo, hay que desconfiar de todo lo que no cambie, hay que desconfiar de
todo lo que no pueda ser atravesado. Esa tensión que hay entre nuestros
cuerpos, nuestras mentes, esa funesta dualidad es lo único sublimado, lo único
tangible. No podés estar a favor o en contra de la ficción, simplemente existe.
Somos ese desplazamiento de los roles, esa proyección de la palabra. ¿Dónde
estamos?
Miro al mundo desde el primer asiento (la mirada nunca
percibe lo evidente) con un cinismo cruel que no me permite tocarte. Ni llorar
a tus pies, abrazando tus muslos, como el cuerpo pequeño que fui, pero que me
permite tenerte (nunca te gustó aquello que te recordara a vos, que actuara
como reflejo de un cuarto gris donde te arrodillaste, donde imploraste, donde
confiaste. Nunca te gustó saber que te dormiste con la esperanza de despertar y
no sentir lo endeble de la carne). No te alarmes, yo también subsisto con culpa
de convento.
Enfrentarme a la angustia de saber que te escribo (sí, te
interpelo) con palabras prestadas ¡sí! Me leo con palabras ajenas, combato
contra significados impuestos. La voz no es mía, las palabras tampoco. Te
irrita en el fondo, yo lo sé, mi incapacidad de volverme objeto, tu impotencia
es ante todo eso: mi incapacidad de mantener una forma (no, tampoco me puedo
comprometer con eso). Ya sé, que todo es intenso, demasiado intenso así y que
la sublimación de los cuerpos, la solidez de los cuerpos, es necesaria. Pero,
recalco, PERO eso no los salva de la extensión, los cuerpos que están sujetos a
la solidez no se salvan tampoco de la extensión, de deformarse. Uno reconoce
los fantasmas, no la forma, de esa pintura extensa que posada sobre el
pavimento se arrastra y en un susurro pregunta “¿Dónde estas?”
Lo que terminamos por encarnar fue lo único en que no
fuimos sinceros. Mi enunciación se entrelaza en el intento desesperado de decir,
en esa inversión que se generó sola. La ventana por la que miro, la luz que
entra, la tierra. Sentir mi cuerpo disminuido. Urgar el barro, encontrar
vidrios. Ver en los vidrios espejos. Ver en los espejos una mujer apretando su
vientre. Entender que todos tenemos un peso muerto sin enterrar. Entender mi
cuerpo en toda su extensión. Alzarlo, alzarme. Apretar mi vientre. Sentir
profundamente la necesidad. Escribir. No postergar el momento para subsistir,
desligarse en el barro del miedo, pensar con el cuerpo: escribir.
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