Me absuelvo. Sí. Yo, a mí
misma.
Me absuelvo del mundo, me
entierro.
Que no haya más, he dicho.
Que no haya más, repito.
Me fui a buscar otra cosa,
cualquier cosa.
La realidad (al llegar la noche)
no alcanza. Es decir, o no nos completa, o nos desborda.
Me absuelvo de las palabras, grité
y tiré tan fuerte y tan lejos la birome, que pensé que la había mandado a otro
mundo. Por eso me puse a buscarla, como tejiendo una esperanza.
Para mí hay dos momentos de
existencia. El primero consiste en perderse, en entregarse al juego de las
palabras (im)propias, extranjeras, huidizas. Consiste en empaparse el cuerpo de
un lenguaje ajeno, y empaparse bien, algo así como una entrega absoluta. Pero
sobre todo radica en apropiarse de la lluvia como quien nombra lo que (des)
conoce, como quien se resbala y patina, como quien baila frenético con la
certeza de que la mirada ya no importa. Se basa en el nacimiento, en la
creación de una (nueva) posibilidad, en una expresión que te mira por primera
vez. Es, ante todo, el compás que rompe el tiempo, es decir, la lectura.
El segundo momento son los cuerpos
que se abrazan, el hueso de la clavícula, la punta de un pezón, y los dedos que
se mueven, las caderas que torsionan, y se pierden. Todo lo que es música
trasciende el límite de la piel, todo lo que es música nos trasciende y existir
siguiendo ese movimiento es un poco reinventar nuestra piel. Entrar en contacto
con otro cuerpo, para desintegrarse en el fondo oscuro de la memoria, mientras
la música se acrecienta: ahí donde el compás vuelve a romper el tiempo, vuelvo
a existir en ese encuentro, es decir, nos abrazo.
El resto de mi existencia consiste
en un intento fallido, que quiere decir,
que quiere ser
y como no puede, escribe.
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