-

Me olvidé las botas por no olvidarme la cabeza, no más. Las dejé ahí debajo de la mesa, frías y oscuras, sobre la viruta del suelo. No creo que me las hayan robado, porque son muy feas. Tienen manchas negras y son de un color gris azulado. Lo que me da pena del asunto es que me deja indefensa contra una violadora empedernida, una terrorista del tiempo y el estado, que arremete contra uno con furia y desdén buscando absurdamente así sanar de alguna forma su angustia.
Mis botas eran mi espada de goma contra el capricho vil de un mundo egoísta que insiste en ahogar nuestros más grandes impulsos y mojándonos la vereda del camino pretende que nos deslicemos sin gracia, que nos tropecemos sin elegancia. Como diciendo “¡Mirá, mirá como te impongo, cómo me cago en vos!“. No se contiene y  se desborda sobre nosotros, la lluvia, desborda y nos empapa hasta dejarnos sin la más mínima voluntad o deseo.
Salí con ellas, con mis fieles compatriotas, hacia lo incierto de la noche húmeda. Pronto llegué allí donde se mimetizaban en lo oscuro del paisaje  del cual emergían caras. Caras saltonas con ojos negros rebosando el envase, caras largas y compungidas que me miraban sin rostro y se besaban contra una pared gris, delante de un foco que las alumbraba cual misil dorado. No me fallaron siquiera cuando me arrebaté. Tuve que salir corriendo inmediatamente, sin siquiera meditarlo un segundo. Los cerrojos de las puertas se presentaban demasiado sospechosos y tan pronto como me percaté, es decir, tan pronto como vi asomarse un ojo tras ellos, huí.  
Me dispuse a correr aceleradamente por las calles, sin demasiada certeza sobre mi rumbo, pero sabiendo que debía alejarme de los ojos punzantes cuanto antes. Debía negarlos a toda costa y lo sentía y me lo pedían mis botas. Así que corrí y corrí y finalmente llegué a una puerta destartalada, una puerta vieja y blanca de chapa. Una puerta que conocía.
Cuando me senté en la mesa fue que me saqué las botas. Naturalmente adentro no llovía y apenas se me humedecían los labios a causa de aquello que estaba bebiendo. Entonces te sentaste a mi lado y yo me vi obligada por una insistencia que me venía como de otro lado, más profundo, más fuerte, a pedirte una y otra vez que bailaras conmigo. Vos me decías que no, que estaba descalza y que era ridículo. “Yo creo que no hay cosa más ridícula que volar con los pies atados, con los pies limpios” y tu sonrisa asomándose te arrancó los labios, te arrancó la silla y nosotros arrancamos a girar, enganchando vuelta y canción, inmersos y emergiendo de la letra al paso. Nunca fui buena contando, y tampoco mucho importa si fueron dos, tres o un millón de tangos cuando hay cosas que nos dan la sensación de ser eternas.
Ahí me fui. O nos fuimos, tampoco me acuerdo. Sólo me quedó aquella sensación de que seguía bailando con vos, o con otro, pero lejos y sobretodo conmigo. Como si el baile, el abrazo del baile se cerrara en mí.
Yo no te pido quizás que me entiendas o que te importe, percibo el vasto universo de ideas e incomprensiones que como abismos entre nosotros se tejen. Pero si el afuera amenaza como esta noche tensada, mínimamente como consuelo,

                                                                             devolveme las botas.

No hay comentarios:

Seguidores