Cuarta Carta al Señor de los Lunares

Creo que el viento siempre que sopla nos quiere decir algo.
Tengo esa vaga impresión. Los días soleados en su terraza, cuando pasea elegantemente entre los edificios cierro los ojos con fuerza a ver si lo escucho. No suelo tener mucho éxito, pero creo que si usted me ayudara entre los dos podríamos oír mejor. Debe ser que tenemos intereses de otros soles, porque usted nunca parece siquiera notarlo. Entonces el viento deja de soplar, se va, sigue su rumbo y recorre otras terrazas, le habla a otras gentes, refresca otros lunares. Muchas veces cuando me encuentro en una de las cajitas grises a las que voy cada mañana durante cinco días, me acuerdo regularmente de esto y de usted. Nunca le supe explicar bien, pero dentro de estas cajitas tan tediosas me paso horas y horas escuchando a tornillitos y herraduras conversando sobre clavos y puertas que nunca vi y nunca entenderé. Me paso los minutos y los almuerzos esperando el momento de salir de la cajita para encontrarme con usted. Y cuando pasa así el viento por nuestro lado, y no lo comprendo me alegro de aunque sea estar con usted, en esta burbuja que tanto nos gastamos en inflar. A veces, no obstante, cuando lo miro y contemplo el parecido que existe entre su pupila acuosa y nuestro mundo, logro comprender la fragilidad de nuestros sueños, lo efímera que puede ser una melodía y temo. Me da la sensación de que la vida es eso, un instante del que colgamos. Y que si no llego a correr todo el tramo… si no llego a exprimir todo el jugo…Estos pensamientos siempre me pusieron en una posición inconstante, transformando rincones de mí, que nunca termino de reconocer como propios. Me vuelven frenética, mi risa se oye estrafalaria y los colchones de hojas nunca me impiden caer al suelo. A lo que voy con todo esto, Señor de los Lunares, es que nunca voy a saber cuánto tiempo lo miraré y usted devolverá la mirada, y esto por más simplón que suene, me aterra hasta la hiel. Mientras se va a buscar un abrigo, porque nunca deja que el viento lo abrace y tiene la costumbre de sentir mucho el frío, yo siento como ese pequeño humo anaranjado empieza a lanzar chispas y me succiona el pecho. Me recuerda a la claustrofobia, esa sensación desesperada de la que usted se ríe tanto. Sobre todo cuando le expliqué que el cuerpo me rememoraba a un cuarto de paredes blancas, injusto cual sentencia sin juicio que nos condena a vivir en un envoltorio no electo y mortal. Yo miro cómo centellea su risa que es tan larga y eterna, y me pregunto ¿Acaso usted no siente el desgarro interior de vivir a cuestas de saber que la única ausencia es la propia, que el problema no es el tiempo, ni las cosas, ni las personas? Este pensamiento abre una canilla en mi mente que gotea y empapa mi paciencia. Gota a gota, estropeándola. La simple posibilidad de que en un abrir y cerrar de ojos todo podría terminarse, sin vuelta atrás, es inminente. Y tenemos que vivir sabiendo que no podemos hacer nada al respecto. A lo sumo preguntándonos si acaso tenemos un destino, un tiempo pautado de existencia. A veces, resignándonos a que quizás sea mera casualidad. ¿Usted acaso no lo siente también, Señor? El cosquilleo incesante, ese que nos corta la respiración, nos ahoga y nos angustia las miradas… Cuando vuelve a subir la escalera, ya con su abrigo puesto, y se recuesta sobre mis piernas me dedico a desarmarle los rulos, que siempre me vencen, siempre vuelven a su lugar. Uno a uno, una y otra vez.  Es algo que hago ya casi automáticamente, y he llegado a creer que si usted se va, extrañaré sobre todas las cosas, este tipo de detalles. Detesto estas ideas, siempre me azulean el día. Al fin y al cabo peor que la soledad es el miedo a ella misma. Ese miedo que nos cala en la piel cual barro y nos nubla la salida. Que nos atropella con preguntas del estilo de “¿Cuál es el sentido de tu existencia?” o aún peor  “¿Cuál es la validez de tu existencia?”. Estas preguntas saltan alrededor de nuestra mente, inquietas y descontroladas. Nos van pinchando con alfileres pedacitos de nuestro inconsciente, nos plantan dudas. Nos hacen preguntarnos si alguna vez seremos suficientes para alguien, si alguna vez alguien nos elegirá. Nos llenan de ideas que no nos cubren en absoluto, que nos distraen de la verdadera pregunta. No nos dejan aceptar nuestra condición desértica, no permanecen en silencio nunca.
Vuelve, siempre vuelve a destruir mi trabajo sobre sus rulos, a mojar sus lunares, a despertarme de mis pensamientos...el murmullo del viento se escurre una vez más entre nosotros y esta vez creo oírlo gritar...
“¿Cuándo seremos suficientes para nosotros mismos?”

1 comentario:

Anónimo dijo...

Clap, clap, clap!
Hermoso, como siempre, te zarpas!
María (hna)

Seguidores