Tercera Carta al Señor de los Lunares

Creo que al tiempo le gusta reírse de nosotros.
El otro día estando con usted fue que descubrí que el punto exacto donde se produce aquel entendimiento se reduce a una mirada.  Estaba muy concentrada en su nariz, porque había descubierto una peca, que se me antojó en aquel instante que era como un lunar pero más chiquito. Y yo estaba observándola, como quien descubre algo maravilloso por primera vez, cuando me di cuenta de su metáfora escondida. Su peca, señor de los lunares,  anda vestida con el traje marino y desgastado que más le gusta al Señor Tiempo.
No se lo dije en aquel momento. ¡Es que usted se escandaliza tan rápido! Aquello puede ser resultado de mis pequeñas bromas, me hago cargo de que no siempre las entienda.  Si me deja confesarle, a veces ni yo sé qué tanto hablo en chiste y qué tanto en serio. Sólo sé que sus ojos parecen desbordarse de sus esferas contenedoras y a mí me causa una gracia deliciosa. Así fue, y no de otra forma que comprendí que pertenecemos a dos mundos completamente diferentes. Que nos separa un abismo. Que estamos realmente solos.
Y cuando hablo de mundos, no hablo de lunas, ni de temporadas, ni de relojes. Hablo de nuestras conversaciones sobre los sueños, por ejemplo. Le dibujo la silueta de una niña pequeña, que viste flores en los pies y aire en el cabello. ¿Puede usted imaginársela durmiendo? No me pida que la despierte. Querrá correr a los brazos de la mujer larga, querrá llorar en las piernas del hombre alto, y no va a poder. Entre la oscuridad de sábanas viejas se va a tener que acostumbrar a su pequeño universo, como hacemos todos.
Su peca, vestida del Señor Tiempo, o el Señor Tiempo escondido en su peca, están ahora en el teatro. Las filas están vacías, el matiz rojo de la almohadilla es casi lúgubre y se mezcla en el silencio del espacio. Y ahí está la peca del tiempo; observando. Cuando se abre el telón aparece la niña, con un vestido blanco espuma hasta las flores de los pies y el cabello de aire que le cae ondulado por los hombros chiquitos. Con sus manitos se abre el pecho y luces de todos los colores estallan en el anfiteatro, gritan, vuelan, explotan infinitas veces y se reproducen formando un espectáculo único, irrepetible. El tiempo de la peca se emociona, vemos como agacha la cabeza y no sabemos si se seca una lágrima.
Todo esto veo yo en el reflejo de su mirada, mientras usted mira el techo. En ese momento entiendo que si abriésemos nuestro pecho a otros mundos podríamos destruirlos. Si la niña le hiciera eso a la mujer larga y al hombre alto ¿Usted se lo puede imaginar? Sería una catástrofe.
Me río, y sin querer usted se da vuelta a mirarme con la interrogante colgando en su gesto. Se me ocurrió que es un poco imprevisible que ellos, conscientes de su magnitud física, le quieran ocultar la crueldad del pecho del mundo que conocen, a la niña.
No le respondo, no le explico nada. Porque enseguida me entristece pensar que ella terminará fingiendo un mediocre papel en un escenario desierto, donde ni ella cree su actuación, ni donde nadie está invitado a verla; porque ella también querrá ocultarle la crueldad del pecho de mundo de ahora a ellos.
Me doy vuelta, dándole la espalda, cuando entiendo que es el escenario que miramos y repetimos siempre. Lo dejo de mirar porque ahora entiendo que todos necesitamos, aunque sea frágil, aunque sea pequeño, un consuelo que nos esperance un poco.

 Después lo abrazo. Porque el tiempo se ríe tan fuerte que asusta.

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